martes, 15 de febrero de 2011

Intercambio de solsticios (134)

Seguramente que en ese momento, Leoncio Cardidal se sentía como esos generales de la antigua Roma, viviendo el glorioso momento en que volvían a la ciudad eterna después de una campaña repleta de éxitos. De pie, con el brazo extendido en lo que luego fue el saludo fascista, en la cuadriga. Pero faltaba algo, o alguien. Faltaba ese personaje que viajaba detrás de él, sosteniendo la corona de laurel y recitando ese enojoso exordio:
- Recuerda que no eres Dios.
Eran enseñanzas de clásicos. Y Leoncio Cardidal no gustaba de los clásicos. Sus elementos referenciales eran siempre tres: el dinero, las mujeres y la juventud, sin la que resultaba imposible disfrutar de los dos primeros.
Por eso avanzaba el ya incipiente maduro jefe de la policía del Distrito de Chamartín por entre los miembros de su cuerpo armado, firmes y… todo lo marciales que era posible en equipo tan heterogéneo, y Cardidal les agradecía el gesto con la sonrisa en la boca, acumulando saliva, babeando en alguna medida.
Cardidal no se dirigía hacia su despacho, sin embargo. Ni siquiera pensaba cómo utilizar los métodos de que disponía para poner en evidencia que también él contaba con el despacho más representativo, despojando a ese triste de Martos del suyo. Seguramente que cualquiera de sus hombres le estaba pidiendo que lo hiciera desde ese gesto de sumisión absoluta. No, él era demasiado inteligente como para hacerse más enemigos. Y es que no existe rival pequeño, pensaba.
Pero se lo estaban sugiriendo desde sus miradas cómplices. Le pedían que se coronara a sí mismo como nuevo Napoleón, en presencia del Papa, si eso fuera posible. Claro que había en ellos esa ambición sin límites ni principios que compartían todos; él mismo, por supuesto. Querían extender su dominio sobre aquel exhausto barrio de Chamartín sin recibir controles de nadie, ni siquiera de la Junta de Distrito. Campar a sus anchas en aquel desolado barrio donde ya la única ley sería la que ellos decidieran en cada momento. Disponer de las mujeres a su antojo, de las propiedades a su conveniencia, de la vida de cualquier animal o persona según les pareciera. Porque, dictadores todos, muchas veces son peores los que se complacen en ejecutar las órdenes de arriba extendiendo más allá de lo estrictamente necesario el contenido más dañino de las mismas. Oficiales de las nuevas SS haciendo puntería sobre judíos deambulantes por un campo de concentración, como en la película de Spielberg. Blancos en movimiento para abrir el apetito antes de desayunar.
La excusa se la habían servido las ratas. Un estado de emergencia que ponían en marcha, al alimón, Santiago Matritense, el Consejero de Sanidad, y él mismo. Pocos años antes, un alucinado presidente del gobierno en España aprovechaba un plante de los controladores aéreos para decretar el estado de alarma, y un dictadorzuelo de la vieja tradición en Venezuela aprovechaba unas lluvias torrenciales para gobernar de espaldas al Parlamento.
Leoncio Cardidal golpeó suavemente con sus nudillos la puerta del vice-consejero de interior.

1 comentario:

Sake dijo...

¡Yo soy más que nadie, soy un ser superior! y basándome en esa verdad te quito tus derechos y pongo en mis manos tu vida tu hacienda y la de todos los seres vivos.