Martos permanecía sentado. Las manos entrecruzadas y la expresión grave. En el tiempo en que se encontraba justamente un segundo antes.
Pero la escena había cambiado. Cardidal se le enfrentaba. Hacía tiempo que se había desprendido del abrazo de oso de su voz que sonaba un tanto meliflua, como las homilías de los curas. Sonaba a tramposa, a falsa. Decía eso de “unidad en torno al presidente, cualquiera que este sea”. Pero, claro, el presidente era él y no Cardidal. Y era además un presidente sin poder, sin capacidad para tomar las decisiones.
- Ese tiempo ha pasado ya, Jacobo –declaró Cardidal.
Y le apeaba de su título. Le tuteaba. Buscaba en los viejos tiempos en que se conocieron, en aquellos años de la década de los ’90, en el País Vasco, la referencia de su trato íntimo, de confianza que un secretario tiene en su presidente. Lo buscaba y lo recogía para apearle ahora de su condición de tal.
Se había vuelto a convertir en Jacobo. Pero Cardidal era también Leoncio. Aquel joven que fuera una mezcla entre el mozalbete guaperas y el ambicioso un tanto subido de tono. Donde lo primero era ligar de forma incontenible y lo segundo era ganar dinero. Y la política –o la guerrilla del narcotráfico- era solo un medio para conseguirlo. Era su punto débil. Pero un punto débil que Martos no sabría nunca cómo explotar. Y volvía entonces ese precario presidente de la Junta de Chamartín –en ese cuarto de segundo- a sus valores tradicionales de su San Sebastián juvenil, a su educación religiosa, a las enseñanzas de sus padres, al carlismo que era la atmósfera y el oxígeno que había respirado siempre -¿que lo había envenenado, al cabo?- para contestar con gravedad de filósofo, siempre sentado, mirando hacia otro lado, como habládose a sí mismo:
- Los tiempos han cambiado. Es cierto. Pero las personas somos, poco más o menos, las mismas.
Esa no era una conversación a ser desarrollada en el cuartel general de la Junta de Distrito de Chamartín, al final de una mañana repleta de tensión. Cardidal se la podía imaginar más bien en un bar de copas, cualquier día, después del trabajo, cuando la noche se va agotando porque no te divierte volver a tu apartamento y encontrarte una vez más abandonado o con ese ligue de turno que te dice que estás más solo que la una. Conversación de la última copa de una de esas noches tristes.
- También en eso te equivocas; Jacobo –contestaría-. Las personas también cambiamos. es la vida la que nos cambia. Y la selva esta en la que vivimos.
- La selva. ¡Pero si eso es precisamente lo que queremos combatir! Lo que pretendemos, volver a la civilización –repuso Martos, que ahora observaba fijamente a su interlocutor.
- No te vuelvas a engañar, Jacobo. La civilización no está a la vuelta de la esquina. No por ahora. Lo que se necesita es imponer el orden, al precio que sea, al precio que sea. Limpiarlo todo. Y de lo que quede podrá surgir una civilización. Para hacer una tortilla, primero hay que cascar los huevos. Esa es mi opinión.
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1 comentario:
Tu hablas de orden pero sospecho que al hablar de orden hablas de tu orden y cuando todo esta controlado es que tu lo controlas por eso no creo en ti y no me gustas.
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