miércoles, 27 de febrero de 2013
Cecilia entre dos mares (50). En un mar de dudas (IV)
- ¿Cómo te fue el día?
Se trataba de una pregunta casual, sin problemas; de esas que bastaba con contestar un "bieeen, tranquilo"; o con un indirecto, "ya sabes, mucho trabajo"... Pero Iturregui prefirió responder directamente:
- Interesante, Cecilia. ¿Sabes quién me ha visitado?
- Si tú no me lo dices...
- Pues he tenido una visita y he hecho yo otra visita...
Cecilia dejó pasar el misterio, como era costumbre en ella, confiando en que el propio Iturregui lo desvelara.
- Me ha visitado el padre Sopeña, el confesor de mi mujer...
- ¿Y qué quería este? ¿Confesarte? -rió la peruana.
- A lo mejor, a lo mejor... -dijo también, entre risas, el industrial-. Más bien ha venido a leerme la cartilla.
- ¡Ah! ¡Eso! Que vives en pecado y todo lo demás... -exclamó la peruana, mirándole de reojo, algo desconfiada.
- Sí, Cecilia. Tengo que hacerte una pregunta -dijo Iturregui cogiendo su mano-. ¿Tú me abandonarás algún día?
- ¿Eso te ha dicho el jesuita? ¿Que te voy a abandonar? -Cecilia hablaba con suavidad, a la vez que clavaba su mirada sobre Miguel y acariciaba su mano.
- Pues sí. Entre otras muchas cosas, eso ha dicho.
- Miguel. De lo que no estoy muy segura es de ti. No sé lo que te va a durar este amor. El mío por ti tiene tal fuerza que está dispuesto a esperar, esperar el tiempo que tú tengas que darte para solucionar tus problemas. Y está también dispuesto a amar siempre.
Iturregui observaba la habitación del hotel Carlton, la amplia cama, el armario con un gran espejo, un tocador y un lavabo. Tenía un gran peso interior que no estaba dispuesto a mantener oculto.
- Y luego... ¿Sabes qué he hecho?
Cecilia movió la cabeza.
- He ido a hacer una visita a la Virgen de Begoña.
- ¿Tú? ¡No te creía tan católico! -observó divertida Cecilia-. Perdona -dijo luego, ante la expresión un tanto dura de Miguel.
- No tengo que perdonarte nada. Muy católico no soy, ciertamente. Pero a la Virgen de Begoña le tengo mucha devoción. Quizás, quizás sea ella el único eslabón que me une a toda la parafernalia religiosa...
Cecilia permaneció callada. Iturregui solo estaba en el preámbulo de su intervención.
- No sé cómo, estaba dando un paseo y me encontré, de repente, junto a la Basílica de Begoña. Y he entrado. Me he sentado en un banco de la iglesia y he tenido una sensación extraña
- ¿Una experiencia religiosa?
- Algo así. Yo estaba como diciéndole a la Virgen que solo quería ser feliz, y entonces ella, ella me ha sonreído.
- Es lindo lo que cuentas.
- La Virgen me lo ha dicho, Cecilia. Quiere que sea feliz.
- Posiblemente sí, Miguel. Posiblemente les pasa a Dios, a la Virgen, a los Santos... que ellos quieren la felicidad de los hombres. Lo que pasa es que les han puesto unos intermediarios que lo hacen todo muy difícil.
- Sí, unos intermediarios como el padre Sopeña, por ejemplo.
- Quieren la felicidad... Pero ¿qué es la felicidad?
Ahora era Miguel el que callaba.
- Tu felicidad, la mía... ¿Dónde está?
- Eso es lo que no sabemos, Cecilia.
- Yo creo que sé dónde la tengo, Miguel. Me parece que tengo bastante claras mis ideas, mis sentimientos. En tu caso no lo veo con la misma claridad.
Iturregui meditó durante unos segundos su respuesta. Luego dijo:
- Para hablarte con franqueza, Cecilia, es verdad. Hay días en que veo muy claras las cosas, y otros en que no sé muy bien lo que debo hacer.
- Será mejor que lo pienses bien. Ahora es mejor que te vayas, Miguel. Tengo que terminar una cosa.
Iturregui se vio en el pasillo del segundo piso, después de que Cecilia le besara muy profundamente, con su sombrero y su abrigo, en tanto que ella le despedía con una sonrisa medio triste, le miraba a los ojos y luego al suelo, para después cerrar, lentamente, suavemente, la puerta.
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