jueves, 21 de febrero de 2013
Cecilia entre dos mares (48). En un mar de dudas (II)
Había dejado a su izquierda el recinto que recogía la lapida dedicada a los Auxiliares, allí donde resonaban las estrofas, bellas palabras de la gente de Bilbao... ("Somos liberales/Sin color ni grito..."); con la mirada puesta en la Basílica de Begoña, donde se casaba, veinte años antes...
Begoña. Un triple nombre para su vida: la de su Virgen de Bilbao, su mujer y su hija. Pero había sido primero siempre la Virgen, la "amachu", a la que se le rezaban las salves. Salves de Bilbao a la Virgen de Begoña, salves marineras a la Virgen del Carmen. Esa imagen fuerte de mujer de carácter, como las mujeres de nuestra tierra, como esas "emakumes" de Bermeo, a veces más parecidas a hombres que a mujeres, que esperan en tierra a sus maridos, a sus hijos, a sus padres; les esperan tomando decisiones, invirtiendo los dineros, comprando bienes raíces, mandando, mandando bien.
Iturregui no era católico practicante. No lo era, claramente, desde que Cecilia aparecía en su vida. Antes de eso, era la misa dominical y poco más, como si se tratara de una visita de cumplido, algo quo solo se hace por obligación. Pero con la Virgen todo era distinto: con toda la teología que te pusieran por encima, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, parecían algo así domo una especie de seres impositivos, que emiten órdenes, terminantes... Seres que te condenan antes de escucharte, que te condenan al fuego eterno sin conocer las razones de tus actuaciones. Dioses para los dioses, no para los hombres. En cambio, la Virgen era diferente. Nació humana y vivió humana. Alguien le dijo un día que iba a ser madre, y lo aceptó. Aceptó el dolor del parto; aceptó, sin comprenderlo tampoco, la ausencia de su hijo, que salía a explicar al mundo su extraño galimatías; aceptó aquel lamentable proceso, en forma de farsa, que le hicieron, y su dolorosísima flagelación, cuando sentía ella, también muy profundos, cada uno de los latigazos qué le daban; y aceptó verlo, las manos desgarradas, sujeto a una cruz de madera, rodeado por dos delincuentes. Todo ello sin resultar protagonista de nada. No hizo ella el discurso de la Montaña, no distribuyó panes ni peces entre las gentes, ni siquiera inventó la oración del Padrenuestro. Acaso por eso, por su estilo discreto, por su papel marginal, luego fue la mujer recuperada en la religión católica. Tan recuperada que seria luego objeto de culto y devoción muy significados en el ritual. Con cariño, con emoción, muy cercana, como esa emoción que le sacudía a cualquiera, muy en el interior, cuando escucha cantar el "Ave María".
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