viernes, 15 de febrero de 2013
Cecilia entre dos mares (45). ¡Todo a la venta! (II)
Era una tarde de diciembre, una de esas tardes en la que el "sirimiri" dejaba paso al aguacero y caían chuzos de punta. Iturregui repasaba en ese momento sus cuentas de lo que había conseguido realizar. Cuatro millones, quizás cinco. Y le quedaba todavía la parte más importante de todo: consejos, sociedades propias... De pronto, sonaron los clásicos golpes de Astondo al otro lado de la puerta. Iturregui dio su autorización a que pasara su apoderado. "Don Miguel. Es el padre Sopeña". Y, casi sin darse cuenta, se veía a sí mismo diciéndole a Astondo, "Sí. Dígale que pase..."
Y ahí estaba el padre Sopeña, el director espiritual de su mujer, el cura de moda en ese Bilbao de la Dictadura del general Primo, el jesuita que influía en los hombres a través de sus mujeres. Era Sopeña un hombre de aspecto simplemente normal. Moreno, ojos y pelo oscuros y mirada evasiva. Pero, lo que más nervioso le ponía a Iturregui, era su ambigüedad: tan pronto se cernía en el ataque más despiadado hacia la debilidad humana, como podía llegar a su justificación. Todo dependía de la oportunidad, del circulo social en el que se moviera. Su tendencia a llevarse bien con la gente.que tenia posibles, aunque con él era difícil que se llevara bien. Sopeña estaba demasiado de parte de Begoña, su mujer, como para poder llegar a un acuerdo con él. Por eso era extraña su visita, en esa desapacible tarde de diciembre.
A pesar de su posición, recientemente distante a las creencias religiosas, Iturregui no había perdido las formas. Así que se levantó de su silla e hizo el ademán de besar la mano del jesuita.
- Iturregui. Me permitirá usted unos minutos...
- Los que usted quiera, padre. Pero siéntese, por favor -le decía, indicándole una gastada butaca de cuero marrón, situada al otro lado de su mesa, en su amplísimo despacho-. Usted dirá, padre.
- Pues mire, Iturregui. Lo cierto es que mi misión aquí es bastante desagradable.
- Seguramente que le podría yo ahorrar su mal trago ahora mismo -repuso con dureza el industrial-. No tiene usted ninguna necesidad de decirme nada. Como dicen ustedes, yo soy un pecador. Lo malo es que no existe en mí propósito de la enmienda alguno.
El jesuita acusó el golpe, pero intentó reconducir el dialogo.
- E-en realidad, yo o ne venido aquí a hablar de pecado. Además, me serviría de muy poco hacerlo porque ya sé que a usted no le preocupa demasiado ese asunto.
- Ya. Seguramente que se lo habrá dicho mi mujer.
Una vez más Sopeña debió comprobar lo difícil que era su gestión. En ese caso, mejor seria dar la callada por respuesta .
- A lo que he venido es a hacerle un repaso de su situación, Iturregui. A hacerle un comentario de amigo...
- Entonces, sobra la visita, padre. A mis amigos los elijo yo.
Resultaba demasiado para él, así que el jesuita hizo el ademán de levantarse de la butaca.
- Está bien. Si no quiere usted escucharme...
Pero Iturregui empezaba a sentirse algo incomodo consigo mismo.: se estaba comporta do de modo innecesariamente desconsiderado.
- Perdóneme. Hable usted.
- No. Si nadie quiere perder el tiempo, como decía usted. Y, además, tiene usted razón. No me ha pedido consejo, y es inútil que venga a ofrecérselo.
"Eso último era lo único cierto que había manifestado el sacerdote en su, hasta ahora, corta declaración ", pensó Iturregui. Claro que le pareció más correcto no ponérselo de manifiesto.
- Tampoco le voy a insistir más, padre. Pero estoy dispuesto a escucharle.
El padre Sopeña abarcó alternativamente con su mirada el conjunto del amplio despacho de Iturregui, como para fijar, de alguna manera, sus propios puntos de referencia en ese lugar que era para él hostil. Luego dijo:
- Mire, Iturregui. Yo sé que es usted un hombre inteligente. No solo ha recibido usted una importante fortuna procedente de sus familiares, sino que se ha introducido en otros asuntos, de modo que hasta ahora todo le ido muy bien.
- Lo que pasa es que no es lo mismo crear una empresa que venderla -comentó, como de pasada, el empresario.
- La verdad es que yo no entiendo mucho de esto. Pero hay un amigo suyo que dice siempre: "Es mejor no tener que vender por necesidad".
- Si se puede, padre. Si se puede...
- Supongo que es así -respondió el jesuita con una sonrisa complaciente. Después de todo, se había creado una cierta distensión en el ambiente-. Pero a lo que yo vengo es a comentar otra cosa
- Espero que no vendrá usted a largarme un sermón.
Aun y todo, Iturregui no se lo quería poner fácil. Y Sopeña debería pasar por alto muchas alusiones si quería alcanzar su objetivo.
- Ya sé que lo habitual es hablar de estas cosas en otro sitio. Pero me he permitido emir aquí porque, en realidad, cualquier sitio es bueno.
- Adelante, padre. No le hacen falta a usted preámbulos. Lo que le ruego es que no tarde usted demasiado, porque estoy bastante atareado.
- Lo supongo, lo supongo-dijo entonces el sacerdote de forma resuelta-. Me preocupa lo que está usted haciendo.
- Yo hago muchas cosas. Y no sé exactamente a cuál de ellas se refiere usted, padre -Iturregui había preferido dejar seguir su discurso al cura para contestarle en su misma longitud de onda.
- Me refiero a lo que se dice por Bilbao: Que está usted empezando a realizar su patrimonio, para después marcharse con la poetisa peruana esa a París.
"¡Qué curioso! ¡De lo que se llegan a enterar los curas!, se admiró Iturregui, después del comentario directo del jesuita-. Aparentemente recluidos en sus iglesias, absolviendo de sus inexistentes pecados, neuras incluidas, a una amplia cofradía de feligresas, sus vidas discurriendo entre sacristías y salones de intachables señoras. Curas que, al cabo, hilaban informaciones con chismes, comentarios con secretos de confesión. Siempre al corriente de todo... Porque, eso sí... los jesuitas eran tropa aparte en el gran ejercito del clero".
- No le.niego que conoce usted la situación. Lo que no entiendo muy bien es lo que tiene usted que objetar a eso...
- Tengo que objetar, Iturregui, que tiene usted mujer e hijos. Y que no es usted libre de actuar de la manera que le venga en gana.
Era la reflexión jesuítica clásica. Hábil, por supuesto, porque no le estaba contando toda esa teoría del matrimonio canónico. No le decía, por ejemplo: "Eso es para toda la vida, Iturregui.. Pero el industrial no sabia muy bien quién le había dado al cura vela en aquel entierro.
- Permítame que le diga que esa es su opinión, y que además me la dice usted sin que yo se la pida, padre.
Sopeña se arregló los pliegues de la sotana, con estudiada elegancia, antes de contestar:
- En la vida, hay cosas que debemos hacer com el objeto de prevenir un mal mayor. La vida es larga, la gente con la que te encontraste un día no es siempre la misma a medida de que el tiempo va transcurriendo. - Sopeña había introducido un tono más jesuítico a su reflexión, más cercano, eliminando el tratamiento de usted y procurando no pronunciar el apellido del industrial-. Nosotros mismos cambiamos¿. Ahora buen, de todo eso no podemos deducir nunca una posición de libertad. O, para ser más exacto, de que nos podamos comportar a nuestro libre albedrío. Nuestra decisión fue libre, lo fue cuando decidimos ligar nuestra vida a otra persona. Luego, fruto de esa responsabilidad, llegaron otras, llegaron los hijos, como producto más importante de esa unión. Y luego, otras cosas, un sinfín de situaciones que se crean después de muchos años de matrimonio... ¿Cuántos?
- Nueve, nueve años, padre. -repuso, ahora más apaciguado, Iturregui.
- Nueve años de matrimonio, cuatro hijos, una mujer y una vida ordenada, tranquila...
"Una vida tranquila... ¡Un aburrimiento de vida!"
¿Y se puede romper con nueve años de vida en común con tanta facilidad? ¿Se le puede dejar a una mujer sola, sola ante la vida, con cuatro hijos? ¿Se les puede dejar a esos pequeños sin padre, en el momento en que más necesitan de un padre?
- Tampoco piense usted que les voy a dejar a la última pregunta, padre. Dispondrán de todos los recursos suficientes -Iturregui era consciente de lo extrañas y sin sentido que sonaban aquellas palabras, incluso para él mismo; unas palabras que alcanzaba él a pronunciar, atrapado como estaba por la red de la fácil oratoria del jesuita.
- Nadie lo duda. Todo el mundo sabe quién es don Miguel Iturregui y que don Miguel Iturregui es una buena, excelente persona -Sopeña hacia énfasis ahora en el tratamiento, en un intento de subrayar el señorío del industrial, como si de un "noblesse oblige" se tratara-. No es por eso, es que hay una mujer, hay una familia, hay una vida en común que se rompe, una vida que se pierde... ¿Y todo eso a cambio de qué? ¿De una relación con una joven? Guapa, desde luego, por lo que dicen. Una relación que puede durar... ¿Cuánto tiempo? ¿Dos años, cinco, diez? Luego, todo eso acaba y uno se acuerda de su hija Mercedes, de sus otros tres hijos, de su pobre mujer... Y uno envejece... ¿Se tienen cuántos? ¿Cuarentaitantos?
- Cuarenta y cinco...
- Cuarenta y cinco años -proseguía, ahora impetuoso, el padre Sopeña-. Diez, quince años más, como mucho, uno envejece. Los achaques te van venciendo, y la mujer que se encuentra a tu lado ya no está dispuesta a cuidarte. Ella se había enamorado de aquella persona brillante, en plenitud de facultades, un hombre maduro, magnifico... Pero no quiere aceptar la obligación que tiene toda mujer de cuidar a un hombre. Se niega a pasar las tardes de la primavera al calor del brasero o colocándole la manta cada vez que se le cae de sus piernas. Ella no se imagina dándole de comer a la boca o que se manche la servilleta y los pantalones, o a arrastrar por el parque un carrito de invalido... ¡Ni por todo el oro del mundo! Te lanzaría, en lugar de eso, al aire, un beso, antes de salir de tu casa para reunirse con sus amigos artistas y volvería al caer de la tarde, o ya entrada la noche, mientras que te imaginas que ha podido en ese tiempo entregar sus favores a otras personas, a otros hombres... Y lo que pasa es que ya te encuentras entregado a esa condición, y careces de la fuerza necesaria para tomar un tren que te devuelva a Bilbao, con los tuyos. Y un mal día, de un mal invierno, por culpa de una mala "grippe", te quedas en la cama, y no te despiertas. A lo mejor sin que te acompañe el auxilio espiritual... Cosa que puede no importar ahora, pero que, cuando llega la hora de la verdad, que es la hora última, te acuerdas siempre de tu niñez, de cuando tu madre te juntaba las manitas para enseñarte a rezar; "Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto, y te doy mi corazón..." Recuerdas todo eso. Y tu primera comunión, vestido de blanco. Y el sagrario. Y las flores de mayo a la Virgen María. "Madre, te ofrezco esta flor..." Todo eso reverdece cuando se van agotando las energías, cuando se te van cerrando los ojos, cuando solo queda en tu boca fuerza para pronunciar cuatro palabras, solo cuatro: "Perdón, madre. Lo siento".
Sopeña Interrumpía su larga exposición para evaluar el impacto que sus palabras habían producido en Iturregui. Y este, ciertamente, no era pequeño. El industrial hundía su cabeza, casi calva, entre sus velludas manos. El jesuita introducía entonces, para terminar, un tono más suave que el apocalíptico retrato que había dibujado hasta entonces.
- Y tu madre te perdona, con seguridad. Tu madre y la mía y la de todos, también la del Señor. Perdona tus pecados, porque ella también sabe perdonar. Y aboga en tu favor ante su Hijo, aquel Jesús a quien rezabas con fervor cuando eras pequeño, para que te deje vivir por siempre con El... Lo que nos tendemos que preguntar, querido Miguel -dijo, ya para concluir el jesuita, tuteando directamente al empresario-, es si todo eso ha valido la pena, si no hubiera sido mejor evitarlo cuando todavía teníamos tiempo. Evitarlo ahora, por ejemplo.
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