miércoles, 6 de febrero de 2013
Cecilia entre dos mares (41). No comprendieron nuestro amor (III)
"Algún día volveré, Miguel. Allí están mi madre, mis hermanos, mis sobrinos. Está allí lo que fui y lo que seguramente seré". "¿Y yo? ¿Yo qué soy, Cecilia?" Le preguntaba él, de repente, espantado, como quien no quiere que acabe el sueño, ese dulce sueño de otoño. "Tú eres lindo -le contestaba ella-. Cualquiera que sea nuestra historia, yo la conservaré en l más profundo de mi corazón". Y era lo mismo que no decir nada, a la vez que se lo decía todo. En ocasiones, Cecilia era previsible, adivinable, simplemente normal. Parecía como si solo pretendiera vivir una historia como todas las demás; como las de esos novios que se pasean juntos, que se cogen de las manos en la complicidad del atardecer, una vez que han dado el esquinazo a la carabina de turno; pero ellos, novios del otoño, novios al cabo. Otras veces era la Cecilia del misterio, la Cecilia incomprensible, la Cecilia distante en sus ojos y en sus palabras; la que le insistía en que su amor era imposible y le pedía que no avanzara, y no solo porque lo fuera -aunque Miguel no comprendía por qué razón no era posible- sino porque la propia Cecilia no parecía estar dispuesta a que avanzara.
Él sí. Él quería ser siempre un señor -un caballero español- para ella. Y todo eso se resumía en una sola palabra: lealtad. Que Cecilia percibiera que se podía creer en él, que él no era uno de esos hombres que se limitan a "echar una cana al aire" o a mantener a una amante. "España y yo somos así, señora". Y entonces, él movía los hombros y la barbilla hacia arriba, como en una actuación teatral, para terminar diciendo con una amplia sonrisa: "te lo digo de verdad". Y así terminaba él, produciendo alguna divertida confusión, que tanto le gustaba.
Lo venia pensando desde hacia algún tiempo. Bilbao se había convertido en una ciudad inhóspita para ellos. Quizás Cecilia fuera menos consciente que él de esa realidad. Para ella, Bilbao era solo Iturregui, apenas un conjunto de tiendas, "restaurants", clubes y oficinas que él le refería, que él conocía. Podía ser igual Bilbao que San Sebastián o que Santander: todo concluía en el vértice de Miguel Iturregui. Pero él ya no podía soportarlo, y se lo dijo una tarde, entre el tráfico de los camareros del Lion D'Or paseando los tés o los "gin fizz" o los whiskies con soda Berriz. "¿Sabes en qué estoy pensando, Cecilia?". Y ella le preguntaba con los ojos. "Estoy pensando en venderlo todo y marcharme contigo a algún lugar en el que a la gente no le preocupe nuestra relación". Y luego, se quedaba mirando hacia el techo de la cafetería, del que pendían grandes arañas que proyectaban su luz por todo el local. "A lo mejor -decía-, a lo mejor algún día llamo a Mercedes para que se venga a vivir con nosotros". "Me encantaría", decía Cecilia. Y le preguntaba después: "¿Y tu mujer? ¿Y tus otros tres hijos?". "Bueno -contestaba-. En realidad, no se quedarían a la última pregunta, Begoña tiene su capital. Pero también he pensado en eso. No vayas a creer que yo soy tan mala persona. Con el producto de la venta constituiré unas rentas para Begoña y para mis hijos que les garanticen un pasar decente". Y Cecilia tenía todas las preguntas: "¿Y adonde iríamos?". "A París", contestaba sin dudar Iturregui. "París que es la patria de la tolerancia y de la libertad, y donde tú podrías hacerte un hueco entre los artistas y los poetas". "¿Y tú? ¿Qué harías tú?" "Yo te querría", proclamaba él, en el entusiasmo de su amor. "Con eso me bastaría". Y Cecilia miraba entonces hacia otra parte, casi indignada. "Tú tendrías que hacer algo". Y él asentía, casi balbuceante, como un niño pequeño. "Algo haría, entonces".
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