viernes, 22 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (386)

Todo su ser le decía que debía huir. Esa era la obligación de cualquier prisionero de guerra. Pero... ¿Hacia donde? El espacio que se abría ante el saharaui era prácticamente inmenso, comparado con los que había conocido Bachat a lo largo de su vida. No había en ella construcciones amplias, una "jaima" era lo suficientemente amplia para que cupiera en ella una familia, pero eso era todo lo que se podía permitir ese pueblo de las nubes: lo único verdaderamente abierto era el desierto. Era de noche y apenas si sus ojos podían advertir algo más que sombras quietas, guardianes dormitando, sentados junto a las paredes de lo en otro tiempo habían sido salidas a los andenes o tiendas para los viajeros. Una luz en el lado opuesto respecto del que se encontraba Bachat llamaría su atención. Una vez más la confusión. Seguramente que si hubiera sido el saharaui un hombre prudente (que no era lo mismo que cobarde, desde luego) habría intentado salir hacia la zona en la que se encontraba el aparcamiento para vehículos, con el objetivo de localizar alguno para dirigirse a toda velocidad hacia la sede de Chamberí. En lugar de ello, utilizando el mayor de sus sigilos, el saharaui se encaminaría hacia el punto desde el que asomaba una rendija de luz bajo una puerta que se diría entreabierta. Torcieron hacia su izquierda, pero situándose en el carril derecho del Paseo de la Castellana, dejando atrás el antaño suntuoso hotel Villamagna y colocándose a la altura de la calle Caracas. Francisco de Vicente quería aprovecharse de las prestaciones de su vehículo para no verse sorprendido. De otro modo, habría preferido las calles aledañas, estrechas y cortas, que se entrecruzaban en ese dédalo madrileño situado al otro lado del Paseo. - ¡Vamos para allá! ¡Y como hay Dios que, si me encuentro con cualquier obstáculo, me lo llevo por delante! Vic Suárez se taparía los ojos con las dos manos. El ahogado rugido de un potente motor invadía esa noche que había quedado solo momentos antes en calma. Romerales aguzaba el oído. "¿Serán ellos?", se preguntaba ahora. Era lo más probable, se dijo a sí mismo. Entumeces, debería salir de su precario refugio para salirles a su encuentro. ¿Pero si no lo fueran? En cualquier caso tendría que llegarse a la Castellana. De lo,contraído, toda su estrategia se diluiría como un terrón de azúcar en una taza de café. Era aquel un sujeto de rasgos potentes, pese a su pequeño tamaño y escasa envergadura. Mal encarado, parecía en todo momento como si le hubieran dado la noticia del asesinato de su propia madre. Derrochaba irascibilidad a manos llenas y la palabra generosidad seguramente que le parecería una especie de insólita blasfemia a sus más intimas convicciones que se podían considerar en cualquier caso previas a la adquirida civilización humana. No era, sin embargo, Celestino Romualdez (así se llamaba) un tipo intelectualmente limitado; antes al contrario, el jefe de aquel grupo de forajidos era un ser inteligente en extremo, pero era ajeno a la sensibilidad humana y cualquier psicólogo lo habría considerado como un biotipo de sociópata, lo que suponía no poca ventaja en aquellos caóticos tiempos. .

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