miércoles, 6 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (375)

Es 15 de diciembre, sábado por la mañana. Hablamos de la Nochebuena, de quién se va a vestir de Papá Noel en el piscolabis –a Pilar le gusta llamarlo cena- que organizamos en esa ocasión. “Mamá”, viene a decir la niña ante la indignación de Lorsen. “No. Este año te toca a ti”, protesta. Abro el libro de enseñanza de euskera, ante la sonrisa de mi hija. “Zer da hau?”, otra vez. Pero apenas consigo superar la mitad de la primera página. Luego leemos las peticiones de regalo que alguien ha escrito y clavado con una chincheta en la pared. “Un gorro rojo”, dice. “¿Quieres un gorro de Papá Noel?”, le pregunto. Y ella contesta que no. “¿Una boina?, ¿una txapela?” Pilar sonríe y viene a decir que sí. Decididamente esta niña tiene muy a flor de piel todas las referencias vascas. Lorsen se dirige a una de las médicos sobre el problema de seborrea que tiene Pilar. Le dice que a mí me va muy bien un champú que me venden en “El Corte Inglés. A la doctora no le parece mal. “Se lo puedo comprar el martes, cuando me vaya a arreglar la barba”. Pero Pilar lo confunde –aposta, creo yo- con un afeitado por entero. Y me da la murga con que debo aparecer completamente rasurado, después de ese martes. “Lo tienes claro”, comenta Lorsen. Pero yo presento una defensa cerrada de mi imagen exterior, tan reñidamente obtenida –y mantenida- además. Hay otro niño en la sala. Su padre es un ertzaina, afiliado a ErNE. Me cuenta que se están empezando a hacer controles policiales en Guipúzcoa –ha tenido que pasar un horrible atentado de ETA- para eso. Dice que los mandos “ahora parece que están más dispuestos a hacer algo”. Su hijo tiene muchas oscilaciones en su enfermedad. No le pregunto qué tiene en realidad, jamás lo hago con los padres de otros niños. Ya tuvimos, mi mujer y yo, alguna experiencia poco agradable en algún otro caso. Y es que todos los padres quieren sentirse igual que nosotros, y no es posible. Muchos padres quieren hacerse amigos de los padres de otros niños que comparten sala con su hijo. No, insisto, no es posible, al menos no resulta recomendable. El depresivo universo de una sala de cuidados intensivos para niños de un gran hospital sólo se puede tolerar –y eso, si estás algo acostumbrado a ello- durante apenas cuarenta, sesenta minutos, después no existe otra cosa sino la huida, como si escapar fuera sinónimo de olvidar. La sola idea de proyectar ese espacio aniquilador en otras estancias, es un error, porque ese recinto de la UCI te persigue junto con las personas que lo están sufriendo de la misma manera que nosotros. No, el sufrimiento no se comparte. Simplemente sufrimos lo que nos toca, nada más.

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