viernes, 15 de junio de 2012

Intercambio de solsticios (381)

El día anterior a Navidad, Lorsen y yo visitamos a Pilar. La han vuelto a pintar y sigue muy guapa. Viste una especie de bata colorida, alegre, que le regaló una prima de mi mujer. No quiere oír los villancicos de ayer, pero está dispuesta a que se los ponga mañana. Mañana... será la noche de la ilusión, así que Pilar está dispuesta a aceptarlo todo. Todo... menos que sigamos el mensaje de Navidad de Su Majestad el Rey. Al final la convencemos, ¿la convencemos, de verdad? de que lo siga ella también, o al menos de que no haga pamplinas durante su emisión. Pasan tres cuartos de hora de visita, pero Lorsen, que está pasando una mala racha, me pide que salgamos. La Navidad resulta un bello período del año, gracias a los niños. Sin ellos, nuestras tristezas interiores nos conducirían muchas veces a las depresiones más profundas. Porque la Navidad es también el recuerdo de las navidades pasadas, aquellos momentos de luz y de alegría que compartíamos con otros seres queridos, esos que ya no estarán más con nosotros. Ha llegado la noche. Pilar ya está en su cama. Y seguimos el orden establecido y previamente acordado. Primero, los villancicos, que ella soporta con relativo estoicismo. El “Ave María” de Bach o el “cae suavemente la nieve” son aceptados por ella, más por la fuerza de la convicción que conseguimos transmitirle con nuestras explicaciones que por otra cosa. Luego viene el mensaje del Rey, que Pilar admite, su atenta mirada fijada en mí. Los padres del niño que está junto a Pilar se están marchando ya, así que adelantamos el brindis navideño, al que se unen las enfermeras, todo en vasos de plástico. Pilar prueba el cava chupándome el dedo que he introducido previamente en la bebida. Le gusta y repite. Después me disfrazo de Papá Noel y extraigo de un gran saco rojo los regalos de todos. Para Pilar una gran muñeca de Ágata Ruiz de la Prada y un ordenador. Le damos su cena habitual, y a las diez de la noche, cuando le ofrezco que probemos el ordenador, ella dice que no. Las emociones del día la han dejado exhausta y quiere dormir. Le pregunto si le ha gustado la Navidad y ella me dice que sí. Le pido entonces que me lo demuestre con una gran sonrisa y ella me la ofrece generosamente. Está guapa, Pilar, con ese “rimmel” que la han puesto. Está hecha toda una señorita. Es día de Navidad y a Pilar la acaban de sentar en la silla. Toco su pecho derecho y percibo que el traslado desde la cama –como siempre, por otra parte- le ha llenado ese pulmón de mucosidades. La aspiran. Lorsen entra en la sala del hospital con turrones para las enfermeras. Una de ellas le propone a Pilar ponerle un poco de colonia y peinarla, pero Pilar le dice que no, mientras me mira con una sonrisa. Cierra los ojos y le rocío con un agua de lavanda, después le cepillo el pelo. Ahora toca poner en marcha el ordenador, según lo convenido anoche. Pero ni siquiera –para mis torpes cualidades en esas materias, por supuesto- resulta fácil introducir las pilas. Así que cuando ya está conectado Pilar ha perdido ya su ilusión por el aparato. Le pregunto si quiere que se lo instale Itziar –su profesora- y ella dice que sí, ¡cualquier cosa antes que continuar con esa pesadísima situación! Luego no quiere que hagamos nada de particular. Está cansada. La Navidad es una etapa agotadora del año, aunque apenas hagas nada de particular. Está hecha de palabras cariñosas que a veces no esconden cariño alguno, de sonrisas que disfrazan muecas de desagrado, de comidas y bebidas compartidas en que se comparten cada vez menos cosas.

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