jueves, 5 de enero de 2012

Intercambio de solsticios (299)

- No entiendo muy bien lo que me estás diciendo –observó Cristino Romerales después de pasear su mirada por todos los puntos de su despacho, inmediatamente antes de dirigirla a los dos tipos que había capturado.
- Que somos unos topos de Sotomenor en tu departamento… -repitió Caldera.
“¡Otro de los errores de este desorganizado de Bachat!”, presumió Romerales para sus adentros.
- ¿Y cómo os habéis introducido en nuestra policía? –preguntó el responsable de interior.
No hubo contestación a esta pregunta.
- Quizás tengáis razón –dijo Romerales más para sí mismo que para sus interlocutores-. En realidad, ahora no me importa demasiado saber qué procedimiento habéis seguido para entrar aquí –prosiguió Cristino-. Ya lo diréis a su debido tiempo.
Del cuerpo tendido de Fulgencio Mestres se desprendía un charco de sangre que crecía por momentos. Romerales apenas sabía nada de medicina, pero todos los datos que se ponían de manifiesto le llevaban a considerar que el tipo aquel estaba agonizando: el torniquete que le había aplicado no había funcionado.
Romerales volvió a llamar a su compañero en la Junta de Distrito.
- ¡Francisco, creo que este tío se está muriendo!
- Ya estoy llegando –anunció el doctor de Vicente.
El jefe de interior de Chamberí colgó su receptor y se dirigió ahora a Román Caldera, que se había sentado tranquilamente en una de las sillas de su despacho, dispuesto a pasar el tiempo que fuera preciso de esa manera.
- Ahora se encargarán de tu compañero –le dijo Romerales-. Emtonces será el momento de preocuparme de ti.
- En realidad yo soy lo que se llama habitualmente un espía –declaró el aludido con la misma naturalidad de quien se come una manzana-. Y estoy dispuesto a jugar el papel de agente doble.
- Siempre que no tenga consecuencias negativas para tu persona –dijo sarcásticamente Romerales.
- Sí. De momento el precio es mi vida.
- De momento, luego pedirás más.
Caldera levantó los hombros emitiendo una señal de ambigua conformidad.
Entonces se abrió la puerta y por ella entraría Francisco de Vicente: un sujeto alto y robusto, moreno y relativamente grueso.
Sin apenas saludar, el médico, que llevaba un maletín de cuero, de los que en su día utilizaban los galenos en sus visitas domiciliarias, se precipitó sobre el cuerpo de Mestres. Le dio la vuelta. Los ojos abiertos miraban al vacío, el organismo estaba tensionado y la sangre le salía a borbotones.
Le tomó el pulso. Después observó a Romerales y a Caldera.
- Me temo que ya no se puede hacer nada por él –dijo de Vicente moviendo la cabeza-. Podría intentar reanimarle, pero no tengo con qué.
- Está bien. No te preocupes –dijo Romerales.
- ¿Era católico? –preguntó el doctor poniéndose en pie.
- ¿Católico? –preguntó co una sonrisa sardónica su compañero-. ¿Y dónde ha quedado todo eso?
- Yo tampoco lo sé, pero le rezaremos un responso –anunció Romerales, tomando ahora la iniciativa.

1 comentario:

Sake dijo...

¿Y tú qué piensas, acaso crees que estás libre de pecado?, me gustaria verte en mis circunstancias, entonces veriamos quién es más honrado que otro, tú has tenido una vida sencilla y sin problemas y te crees más que nadie.