Agotado por una jornada que había ido más allá de sus posibilidades físicas, después del susto del día anterior, en el final de una excursión truncada por los malhechores a quienes la pericia de buena conductora de Vic conseguía despistar, Jorge Brassens descansaba en el sofá, los ojos cerrados, esperando a que la llegada de su mujer a casa, permitiera el pequeño traslado hasta su dormitorio, un traslado que él solo no era capaz de realizar.
Vic entraba acompañada de Bachat.
- No vengo sola –anunciaba ella.
No eran aquellos tiempos para adivinanzas. O, más bien, cualquier incógnita era más que susceptible de convertirse en la peor de las alternativas.
- ¿Con quién vienes?
- No te preocupes. Es un viejo amigo.
- Hola, Jorge –saludó Bachat, cuya sonrisa abierta parecía iluminar la breve estancia de los Brassens-Suarez.
- ¡Bachat! –exclamó Jorge.
- Hemos recibido una visita de tu mujer…
- Lo sé. Yo mismo se lo he pedido. ¿Pero qué haces tú aquí? Estás corriendo peligro.
- El mismo que tú, supongo.
- Más –aseguró Brassens-. La casa puede estar vigilada.
- No lo creo –dijo Bachat-. ¿Qué tal te encuentras?
- Bien, dentro de lo que cabe. Después de la paliza que me han dado…
- Esta es una gente muy peligrosa, muy peligrosa –declaró Bachat-. No sé lo que vamos a hacer, pero esoero que hagamos algo finalmente.
- Mi opinión, Bachat, es que nosotros, por nosotros mismos, quiero decir, la gente de Chamartín, no somos ya capaces de mantener el más mínimo resquicio de ley y orden.
- No me extraña. Eso era lo lógico, según nuestras informaciones. Tardaría más o menos tiempo, pero tendría que llegar.
- Ya –concedió Brassens-. Si te vas a quedar un rato te puedo ofrecer un té. Claro que no será como el que nos dábais en Tinduf o en los territorios liberados.
- No te preocupes, Jorge. Me voy ahora. Quizás tengas razón y estoy abusando un poco de mi buena suerte.
¿La tenía él realmente? ¿La tenía un saharaui desposeído de su patria y sus derechos durante toda su vida?
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