La Gran Vía de Bilbao se le hizo chiquita si la comparaba con cualquier calle del centro de Madrid. Le pasaba siempre que regresaba a su villa natal, algo así como el orden natural de las cosas y de las gentes donde casi nunca ocurre nada, porque se diría que el sentido del tiempo se detiene más a medida que el tamaño de las cosas se reduce. De esa manera, el vértigo de un Madrid, de un París, devora a sus habitantes de una forma desenfrenada, los agota en una miscelánea prácticamente inmensa de posibilidades. Bilbao -¿qué decir de Arrechea?- son plazas donde el tiempo se estanca y la gente, de puro verla casi todos los días, se diría que va con sus ciudades y sus pueblos y no envejece, hasta que de pronto dejas de verlos, se enclaustran en sus casas –como la tante Leonie de Proust- y si algún día vuelves a encontrártelos por la calle te das cuenta de que su cita con la señora de la guadaña no se hará esperar.
Tenía que cambiar una sortija que venía grande a su mujer. De modo que tocaba la puerta de una joyería situada a un lado de la plaza de Moyúa. Antón Arredondo –es un nombre figurado- le recibió con su terno azul marino y sus ojeras. El tiempo sí pasaba por entre estas figuras errantes que un día corríamos por los patios del Colegio de los Jesuitas de Indauchu. Nos estábamos haciendo viejos a base de dar vueltas por el camino. Y si llevara entonces un espejo y contemplara la imagen que de él se desprendía, ese Jorge Brassens que, al cabo se sentía igual que hace treinta o casi cuarenta años, era más que consciente que el proceso de la madurez consiste más o menos en dejar mucha ingenuidad en el camino y que esta se ve ocupada por las arrugas, que son los surcos del realismo.
Hablaron de la crisis. Las joyerías, ya se sabe, son establecimientos que la sufren con contundencia. Aunque hay quien dice que determinada clientela no cambia de hábitos. “Se consume menos”, decía Arredondo.
Un cuarto de hora más tarde, justo enfrente, Brassens tenía una cita con un abogado. Bilbao es un centro muy pequeño donde casi todas las cosas y las gentes se dirían incrustadas a presión en él. Alfredo Belarmino –otro nombre ficticio- había engordado desde la última vez que le había visto, aunque él mismo manifestaba que los disgustos le adelgazaban. Y que, de estos, tenía muchos.
Le habló Belarmino del Colegio de Abogados de Vizcaya, tan apegado al nacionalismo que hasta se había permitido pagar un anuncio declarando su desacuerdo con el procesamiento del ex lehendakari Ibarretexe. “No está para eso. Y me quejé”, dice el abogado, que está harto del permanente desembarco de la política en la sociedad civil. Y le habló también de alguna actitud de los jugadores del Athletic de Bilbao, también pro-nacionalistas. “Tampoco están para eso. Y son los que unen a la sociedad de Bilbao… y me quejé”.
Lo que pasa es que en este mundo en que se entrecruzan todos los caminos y la política de los partidos –que es las más de las veces la mala política- está en casi todos, Alfredo Belarmino tiene las de perder, aunque el suyo no deje de ser un canto a la dignidad humana donde ya apenas existe rastro de ella y un homenaje a la civilidad donde ya no hay sociedad de este tipo que se pueda reconocer.
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1 comentario:
Yo quiero dialogar contigo y no trato de imponer mi verdad, sino proponer un punto en el que podamos buscar lo que es verdad a medio camino de tu postura y de la mia.
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