Romerales marcó el número de Juan Andrés Sánchez a través de la conexión telefónica interna de que disponían en el Distrito. Antediluviana, más propia de los años ’70 u ’80, pero eficaz. “En estos tiempos hemos descubierto al fin la importancia de la comunicación, más allá del montón de chorradas que te ofrecían con los móviles”, pensó Cristino para sus adentros mientras escuchaba el soniquete del aparato.
- ¡Consejero!
Era la voz profunda de su presidente. Un hombre tan correcto en las formas qe se diría envarado, poco natural. Lo mismo que ese atuendo que ni siquiera cuando estaba de moda se podía considerar un clásico. Los excesos de algunos catalanes con pasta, pero sin tradición.
- Buenas tardes, presidente. ¿Te viene bien hablar conmigo?
Y es que Cristino Romerales era prudente hasta el extremo.
- Quizás tenga hasta diez minutos para recibirte. Si no es una cosa muy rápida claro.
No, no se trataba de una cuestión a resolver en un par de frases.
- Ahora voy –anunció Romerales.
Bachat conducía el R-5 aquel por entre las calles repletas de escombros, situadas en los aledaños de las avenidas principales, con la soltura de un piloto de rallies. Quedaba en la calle Génova el conductor del ejército saharaui, ese que se guiaba por lo que le decían las estrellas y para quien el inmenso desierto no era otra cosa que el patio de su casa, por lo trillado que lo tenía.
Vic no hablaba. No tenía muy claro si podría recuperar su amado Volskwagen Golf, toda vez que este quedaba en manos de la diligente policía de Chamberí, pero lejos de su vista y de sus cuidados.
Bachat, que advertía su preocupación trataba de ofrecerle seguridades.
- Mañana te lo haremos llegar.
Pero es que, por mucho Cristino Romerales que se ocupara de organizar las cosas, esta gente funcionaba con otros conceptos. Eran las personas de las nubes. Vivían en sus jaimas nómadas, que desmontaban, trasladaban en lomos de sus camellos y volvían a montarlas allí donde las nubes les señalaban la posibilidad de agua. Habían aprendido a valorar lo importante: un pedazo de pan, un trago de agua, una mujer –un hombre- y las historias contadas a la lumbre de una fogata en las noches de invierno. Por eso se habían adaptado de forma tan sencilla a esa vida mínima del Madrid de 2.013, porque ellos mismos habían intentado también construir una civilización en los campamentos de Tinduf; en los territorios liberados a los ocupantes marroquíes de Tifariti; incluso, en este Madrid selvático que todo lo arrasaba, hasta que acabó por arrasarlo todo.
¿Le devolverían su coche? ¿Tendría que procurar hacerse con otro? Lo cierto era que, si lo pensaba con un poco más de sentido, sus divagaciones no tenían apenas importancia. Y es que, a punto de confirmarse el más brutal acceso al poder en la Junta de Chamartín de ese puñado de señores de la guerra comandados por Leoncio Cardidal -la dictadura cesarista seguramente más inexpugnable de las posibles- pensar que tu vida pueda girar en torno a un vehículo de cuatro ruedas es una futilidad. Pero así eran las cosas. No estaba acostumbrada ella a prescindir de lo que consideraba imprescindible, y el coche era eso para Vic Suarez.
De modo que, cuando Bachat, frenaba el R-5 frente al portal de su casa, le espetaba con toda la mala leche concentrada a lo largo del viaje:
- Espero que cumplas con tu palabra y el coche esté aquí mañana.
El saharaui prorrumpió en una sonora carcajada, antes de decir.
- Vamos a ver cómo está el bueno de tu marido.
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