domingo, 1 de octubre de 2023

En peligro de extinción

Se diría que por ella no pasa el tiempo. Yo la recuerdo, al menos desde los años 80 del pasado siglo, con el mismo aspecto que despliega ahora. Y utilizo este término -"despliega"-en lugar de otro cualquiera- porque todo en Marita es un alarde de personalidad. Nos hablaba -a Victoria y a mí- de mi prima, la Duquesa de Medina Sidonia -la ya fallecida Isabel Álvarez de Toledo y Maura-, cuando se presentaba en la estación de Valencia para ofrecer una conferencia que había organizado Marita, con un bolso como todo equipaje, que contenía el mínimo posible de ropa interior y un cepillo de dientes. A Marita le caía bien Isabel, lo mismo que Chavela Vargas, a la que frecuentó con ocasión de alguno de sus conciertos.


La encontramos abrazada a un haya de las que limitan el paseo de  Burguete a Roncesvalles, en el Camino de Santiago. Cree que el viejo árbol le aportará energía, una vitalidad que Marita siempre ha dispuesto en sobradas dosis -quizás, además de su naturaleza, le ayude el aporte de esos arboles centenarios-. Y le comentamos la visita a casa de nuestro común amigo Javier. Nos mira un rato, como reflexionando su respuesta, y nos espeta muy segura:


  • La gente está muy preocupada con la extinción del lince ibérico, y de otras especies que se ven protegidas por ese motivo. Pero lo que de verdad está en peligro de extinción son los señores como Javier...


Y no cabe duda de que esta nueva época está suponiendo un acoso a las familias que en tiempos pasados constituían la dirigencia del país. Desde la calificación despectiva con la que se les recrimina -son unos "pijos"- hasta su desplazamiento de los centros de decisión y de influencia por parte de otras gentes cuyo único mérito consiste en no pocas ocasiones en el empujón, el regate corto o el mero oportunismo.


Se les puede encontrar, en ocasiones, en algún puesto directivo en determinadas empresas, o en los consejos de administración de las compañías de las que son accionistas de referencia por el capital que sus familias han conservado en ellas. Es posible que protagonicen cargos de orden subalterno en la política, pero no es fácil pensar que puedan liderar un determinado proyecto de partido: este tipo de gentes de cierta alcurnia familiar no resultan susceptibles de contar con el voto popular. Se diría que antes de recibirlo deberían pedir perdón por el “pecado original” que conlleva su origen. Que nadie se preocupe demasiado porque, llegado el caso, sus deficiencias familiares no son indultables ni, menos aún, amnistiables.


La mala educación, a veces la ausencia de la misma, lleva a los dirigentes de hoy en día, muchas veces acomplejados por un origen social que apenas sí soportan, al desplazamiento de los antiguos señores. Se trata, en todo caso, de una lucha desigual, porque las maneras adquiridas por los descendientes de las familias a extinguir constituyen un valladar infranqueable que para sus contendientes sencillamente no existe. El corolario de su desaparición viene a ser entonces el resultado de este doble juego de circunstancias opuestas: el  atropello y la ausencia de resistencia. Prefieren, los señores, torcer la ceja y continuar su camino como si nada hubiera ocurrido en realidad.


Tampoco -todo hay que decirlo- el señorío es siempre sinónimo de mérito. Constituye también una carga que las generaciones anteriores transmiten a sus descendientes, lo mismo que el oneroso legado de sostener una decrépita casa solariega -o el retrato de un mi abuelo que ganara una batalla, que decía León Felipe-. Y en ese testamento no necesariamente la valía integra parte de la herencia. Oropeles sin contenido, sus titulares viven instalados en los evanescentes mundos de las pasadas glorias, y sus cualidades señoriales suponen apenas una cáscara vacía.


A nadie, sin embargo, se le ocurriría realizar un análisis de cociente intelectual de un águila imperial blanca con el fin de sancionar si tal componente de la especie merece o no su preservación. Para estos animales se han establecido unos derechos especiales, para los humanos no casa esta legislación. Se diría que a todos sólo se nos aplica la ley de la selva.


Carentes o no de mérito, a causa de su pereza o ausencia de determinación para afrontar la lucha cotidiana por la mera supervivencia, los señores de nuestro relato parecería que tienen sus días contados. La sociedad posmoderna que se está creando construye su relato desde una afirmación según la cual todo vale, lo que es igual a decir que no existe de verdad nada que valga la pena, en especial el respeto, las maneras y la urbanidad. Quizás sea esa la forma más eficaz de afrontar la subsistencia en la jungla que nos estamos dando, entre la afirmación de unos y la indiferencia -cuando no la aceptación indirecta- de otros.


Es algo así como la igualación mediante la reducción de la altura del otro, no a través de la elevación de uno mismo. Se parece a la exaltación de la mediocridad o la sublimación del feísmo o de las malas prácticas de una sociedad que a fuer de verse lastrada por el síndrome de la envidia (el principal pecado capital de los españoles, según Díaz Plaja), es celosa de los de arriba y despreciativa con los de abajo.


Nada hay de extraño sin embargo en lo que afirmo. Ya decía Hobbes que "el hombre es lobo para el hombre", y lo dijo en el año 1651. Ha llovido un tanto desde entonces y muy pocas cosas han cambiado de manera significativa. Ya estamos experimentando ciertas formas de regreso a situaciones tribales, de menosprecio a la ley, de displicencia ante las decisiones de los jueces, todo lo cual comienza a extenderse en estos y en otros pagos.


Mientras tanto convendrá encomendar a las especies en peligro de extinción una actitud más adaptada a estos tiempos: la persistencia en los objetivos, la defensa ante el ataque y el sorteamiento del rival. Y tal vez abrazarse a un árbol antiguo que nos proporcione -como a Marita- la energía necesaria.

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