sábado, 21 de octubre de 2023

Una parte del cielo, la peor parte del infierno

La guerra entre Israel y Hamas

Cuando, en el año 2018, el intergrupo parlamentario de Palestina viajó a ese territorio, tomé muchas notas de los sucesivos encuentros que mantuvimos con nuestros interlocutores, muchos de ellos altos dirigentes de la Autoridad Nacional Palestina (ANP).


El intergrupo parlamentario es una asociación informal de diputados procedentes de diferentes posiciones ideológicas, pero unidos en la simpatía respecto de un asunto, región, país o pueblo. Yo me encontraba vinculado a este intergrupo, pero también al del Sáhara.


Presidía esta heterogénea agrupación, la hoy eurodiputada de Ciudadanos, Soraya Rodríguez, que ya había manifestado serias reservas, cuando no discrepancias, respecto de la línea seguida por el Secretario General de su partido y presidente del Gobierno. Y lo engrosábamos, Pablo Bustinguy -portavoz de Exteriores de Podemos, con quien, a pesar de la distancia ideológica, siempre mantuve una buena relación-; el diputado de "En Marea", Antón Gómez Reino; el siempre afable socialista, Antonio Gutiérrez Limones; y la combativa veterana popular, Carmen Quintanilla, quien, todo sea dicho, intentaría -sin éxito- convencerme de que hiciera las maletas y que nos volviéramos a España, señal inequívoca de la escasa importancia que el PP prestaba -y supongo presta- a la situación de los palestino; y yo mismo, entre otros. No he mencionado a Bildu que, pese a encontrarse en el intergrupo, no tenía tiempo que perder seguramente en estos viajes de información cercana al lugar de los hechos, ya se sabe que sus prioridades son otras.


Relataré en otro momento de este comentario la impresión que me produjeron los dirigentes de la ANP, pero puedo decir que me impresionó notablemente la afirmación de un líder juvenil universitario -también palestino-, cuando nos explicaba que, para él, viajar a cualquier ciudad europea era como "vivir una parte del cielo". No tenía más remedio -pensé entonces- que titular mi crónica con esa frase, que se sitúa en el cruce de caminos entre la amargura y la esperanza, con mayor relieve, sin embargo, de la primera sobre la segunda de las referidas características.


Las autoridades israelíes no nos permitieron visitar la franja de Gaza. A cambio, el flujo de dirigentes de la ANP con los que nos entrevistamos fue incesante. El retrato-robot de ellos podría ser el de un varón, situado en los 60 años o más, vestido con un bien cortado traje y expresando con una vehemencia -que a veces sonaba a impostada- su preocupación ante la ocupación israelí y sus consecuencias sobre el pueblo palestino. Había excepciones, desde luego, pero ese era el común denominador. Sobre muchos de ellos se cernía la ominosa sombra de la corrupción.


Y no es que lo que nos contaban fuera mentira, que los asentamientos israelíes -por ejemplo- se habían convertido en agujeros de un inmenso queso de Gruyère proyectados sobre la geografía palestina. Pero lo que era cierto, más allá de cualquier género de dudas, era que ellos no eran ya -si alguna vez lo fueron, cosa que no dudo- parte de ese problema, y menos aún parte de su solución.


El gobierno -los gobiernos- de Netanyahu ha practicado una política de tierra quemada en relación con el problema de Palestina. Corrompidos los cisjordanos y aislados los gazatíes, el asunto consistía simplemente en desplazarlos políticamente también de una posible intervención en la esfera internacional. 

De esta manera, los acuerdos de Abraham de 2020 tienen desde luego un contenido de desarrollo económico, pero lo tienen además de carácter político; porque el efecto de estos es que Palestina -las dos Palestinas- desaparece del mapa de los asuntos de preocupación para Israel y para los países árabes. El gobierno de Netanyahu establece sus relaciones diplomáticas con diferentes países árabes (Emiratos, Marruecos...), y la posibilidad de conseguirlas con la siempre difícil Arabia Saudí.


Entretanto, la constante derechización de los gobiernos de Netanyahu acometía, como sucede en todos los guiones de los regímenes populistas, su particular acoso al poder judicial. De manera ejemplar, la tantas veces admirable ciudadanía israelí, invadía las calles para impedir semejante atropello. Cuando observaba las imágenes de un Tel Aviv hirviendo de indignación, pensaba en lo poco que preocupaba a esas gentes la situación de los palestinos.


Y en esa olla a presión en la que se estaban convirtiendo las abandonadas poblaciones cisjordanas y gazatíes, viviendo ambas de la solidaridad de terceros países -significativamente de la Unión Europea-, soportando la corrupción de unos y otros, la acomodación e instalación de los dirigentes de la ANP, que siempre tienen excusas para no convocar elecciones, y el radicalismo de Hamas… pensaba en cómo no ocurría una nueva "intifada" -o insurrección popular.


El sábado 7 de octubre ofreció la respuesta a mis dudas, y lo hizo en la forma de una salvaje y bien urdida estrategia de terror que cogió a las autoridades israelíes con el pie cambiado y la mirada hacia otro lado. Sus responsables son los terroristas, los que han causado los crímenes. Pero no basta quedarse con esta explicación. Tampoco es suficiente con pensar en que es preciso que el conflicto no escale a otros actores: los pro-iraníes de Hezbolá en el Líbano, el mismo Irán, China o Rusia -esta último que, por un efecto carambola, solo en apariencia casual- saldrá beneficiada de esta crisis, porque, parafraseando la máxima de Gresham, el interés por una nueva guerra desplaza a la preocupación por la anterior.


Conviene, por lo tanto, pensar a corto, en el derecho a la respuesta de Israel, en la proporcionalidad de la misma, en la ayuda humanitaria... porque -como ha señalado un editorial de The Economist de su número de 21 de octubre- Israel no debería ampliar su guerra con Hamas al conjunto de los gazatíes. Y pendientes de conocer la campaña bélica concreta que va a emprender el ejército israelí -muy complicada para éste, según opinión generalmente compartida-, de su extensión a otros escenarios y actores, quedará por dilucidar lo que ocurrirá después.


Quizás parezca precipitado abrir esa pantalla -lo que ha de venir- antes de haber pasado la anterior -lo que va a ocurrir ahora mismo-, pero hay cuestiones que convendría retener:


La primera, que una ocupación permanente por Israel de la franja no parece una buena solución, no sólo desde el punto de vista humanitario para el ocupado y económico para el ocupante, también político para Israel. Véanse los casos de Afganistán o Irak.


La segunda, que convendría dilucidar -no sólo Israel y los Estados Unidos, los palestinos y los dirigentes de otros países árabes, también- es en qué pueda consistir la solución definitiva al conflicto, si ésta es posible.


La fórmula más comúnmente aceptada por la llamada comunidad internacional -que de comunidad tiene bastante poco-, según la cual deberían coexistir dos estados -Israel y Palestina-, de acuerdo con las fronteras existentes en 1967, es hoy por hoy inviable, de no deshacer todos los asentamientos y ocupaciones parciales de territorio efectuadas por los israelíes y que convierten Palestina en un verdadero galimatías territorial que haría simplemente inviable ese nuevo estado. 


La de integrar en un solo país -Israel- a las dos comunidades en igualdad de derechos, conduciría, en plazo seguro, debido a las diferentes tasas de natalidad entre los dos grupos, a una hegemonía de los ciudadanos de procedencia árabe sobre los que la tienen judía, lo que supondría la abdicación de los criterios fundacionales -si bien peculiares- del estado israelí. El ex ministro de Exteriores y embajador en España de este país, Shlomo Ben Ami, ha formulado la idea de una confederación de Palestina con Jordania, pero tampoco parece una solución fácil.


Urge para ello que emerjan liderazgos en todos los actores concernidos en la solución de este conflictivo avispero. Es cierto que las democracias permiten con mayor facilidad la aparición de dirigentes que sintonicen con las necesidades de sus países y utilicen los medios políticos que habiliten estos objetivos, pero eso no ocurre siempre; a veces estos sistemas generan líderes populistas que ofrecen un mundo mejor por el que apenas resulta necesario esforzarse, son dirigentes que dividen a sus ciudadanos entre los preteridos por la maldad que señalan como congénita  y los buenos ciudadanos, que por lo general aceptarían como benéficas cualesquiera medidas adoptadas por sus dirigentes. El efecto polarizador de esas políticas ha sido ya descrito en incontables trabajos y constituye un verdadero cáncer de las democracias.


El desarrollo anárquico del populismo cabe que tenga, después de todo, su cura, como estamos advirtiendo que ocurrirá pronto en Polonia. Más difícil es que eso ocurra en los regímenes autoritarios, como lo son la inmensa mayoría de los sistemas directivos en los países árabes. Ya se ha descrito la gerontocracia y la corrupción instalada en Cisjordania, y del radicalismo terrorista de Hamas tampoco hay mucho más que decir. Pese a todas sus contradicciones -que son muchas- Israel es una democracia, y cuenta siempre con capacidad de reorientación y de regeneración; de la dirigencia palestina muchas veces sólo cabe suponer su renovación por el fallecimiento de sus responsables, bien ocurra éste por causas naturales o como consecuencia del vesánico ejercicio de la Yihad.


Los problemas se encadenan, a la vez que se amontonan, unos sobre otros. Tanto es así que algunos no ven otra solución que alguien que venga de fuera imponga la cordura. Y se produce de nuevo la llamada a intervenir  -durante y después de la guerra- al "amigo americano"; un viejo socio comprometido ya en la guerra de Ucrania, que tiene otro complicado frente abierto con China y su apoyo a Taiwan y que sufre de una confrontación patológica en sus fuerzas políticas -cuando se escriben estas líneas aún no han sido capaces de elegir al presidente del Senado-, y además se encuentra en período electoral, un escenario más apto para el más exacerbado de los tacticismos y muy poco propicio a las decisiones estratégicas.


¿Cómo podríamos entonces allegar un poco más de, cielo que soñaba aquel líder universitario?, ¿cómo garantizar a los ciudadanos israelíes que estos sucesos no volverán a ocurrir? Se trata seguramente de una quimera, pero entre el rugir de las bombas y de las sirenas que conducen a las gentes a sus refugios, queda una tenue capa de esperanza, la de que en algún lugar se encuentre el buen criterio del que entienda la clave del asunto: que podrán llegar otros episodios similares a los terribles del 7 de octubre si no se produce una salida a esta situación. Y el cielo entonces deberá esperar eternamente.

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