domingo, 8 de octubre de 2023

El primer recuerdo

En la literatura que pretende hacernos comprensible el arcano mundo de  las religiones orientales aparece con carácter significativo la idea del primer recuerdo que retenemos en nuestra existencia. Tiene su importancia -nos advierten esas filosofías- porque conectan al ser humano con su anterior reencarnación, y explican que de la misma manera que no recordamos apenas nada de los primeros días, meses y aún años de nuestras vidas, tampoco lo hacemos de ese más o menos largo lapso de tiempo en que permanecemos en un profundo sueño a la espera del retorno a una nueva existencia.


De esa manera, nos aseguran que la memoria opera en nosotros como el auténtico testimonio vital. Por eso el primer recuerdo adquiere trazas de un nacimiento. Antes de adquirirlo se diría que nuestra vida es meramente animal, cuando no vegetativa. De la misma forma, las situaciones degenerativas cerebrales que se sitúan en los periodos finales de la existencia remiten a una situación que paradójicamente se asimila a esos primeros tiempos de absoluta inconsciencia. Parafraseando a Gil de Biedma, no vivimos, pero tampoco nos ocurren cosas, todo eso queda sepultado por el olvido.


No estamos en el mismo caso que el de Alicia a través del espejo, cuando la niña se contempla en él y se adentra en su imagen, más allá de los rasgos característicos que su apariencia proyectada en el cristal le devuelve de ella misma y que ya bien conocía: su pelo rubio, sus curiosos ojos, su nariz respingona... todo eso es algo que trasciende a los rasgos de una cara más o menos bonita. Porque lo que se refleja ahí es Alicia, una persona singular, irrepetible, que tiene una vida por delante, con todas sus ilusiones proyectándose sobre sus frustraciones, y a la recíproca.


La Alicia de Carroll ya no viaja por un país fascinante de conejos que consultan con agitación preocupada sus relojes de bolsillo, de sombrereros locos por el pegamento con el que se fijaban las alas a las copas, a esa paradójica reina de corazones que exige que a todo el mundo -excepto a ella, naturalmente- se le corte la cabeza, o a ese muñeco ovoide que le recuerda a Alicia que quien dispone del poder es el creador de las palabras y de sus significados. Ahora corresponde un viaje introspectivo, una excursión hacia el propio ser, un descubrimiento de nosotros mismos... lo que no está del todo mal por otra parte: nos conocemos muy poco a pesar de convivir de forma tan íntima dentro de nuestra propia piel.


Pero cabe también relacionar ese primer recuerdo con el amor, su pérdida o su activación. El niño tiene un sueño febril, desasosegado. Se le niega el descanso porque el cariño está ausente. La calentura se apodera del chico y la temperatura crece en la soledad y el desamparo. Pero entonces surge el milagro en la forma de una madre que rescata al pequeño de su tristeza, le coge entre sus brazos y lo lleva a su cama, donde desaparece inmediatamente la fiebre y el sosiego reparador se apodera del niño.


Porque bastante más allá de ese "gnoscere seauton" (conocerse a sí mismo) de los griegos, es el amor la única máquina de salvación -lo decía Leonard Cohen-. Nada existe que lo sustituya, nada opera de manera más eficaz un efecto taumatúrgico sobre el ser humano necesitado siempre de puntos de conexión con alguien que esté dispuesto a compartir su vida con él. "Si ella me faltara alguna vez, si me dejara de querer... yo escribiría esta canción", era la expresión de dolor inconsolable en la voz de registros inauditos que era la de Pablo Milanés. Y uno termina de escuchar esas notas sumido en una congoja sobrecogedora, porque no querría que esa canción se hubiera escrito nunca. Y es que el desamor, al revés que su contrario, es una verdadera arma de destrucción.


Decididamente, mi apuesta por el primer recuerdo de la vida la hago por esa carta: el cariño. Siempre que Lewis Carroll me permita la osadía.

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