sábado, 23 de septiembre de 2023

La llamada del pueblo

Para buena parte de los que me siguen, la palabra “Burguete” no les dirá nada. A los que me conocen algo más les sonará al pueblo al que va Fernando en vacaciones. Pero para quienes sentimos un día la llamada de Burguete, ese solo nombre se llenará de evocaciones y de recuerdos.


Reducido a unos 300 habitantes en el censo de esta localidad Navarra, Burguete es muy poca cosa. No mucho más que el pueblo que ofrecía sus servicios -carpintería, alimentación, vestido…- a Roncesvalles, y a sus peregrinos, en la primera etapa del camino francés hacia Santiago.


Pero Burguete ha sido para muchos de nosotros -de nuestras familias- el lugar de nuestras vacaciones y de nuestros recuerdos infantiles y juveniles. Se trata, por lo tanto, de una evocación personal, pero también familiar, que nos une a las diferentes generaciones -tres, hasta cuatro-, y que anuda relaciones entre distintos amigos veraneantes que también se suceden a lo largo de los tiempos más o menos recientes.


Les voy a contar una historia que les servirá de ejemplo de lo que digo:


Cuando yo era portavoz parlamentario de Ciudadanos en el Congreso, mantuve una relación, que en ocasiones derivaría en amistad, con diversos miembros del cuerpo diplomático español. Uno de ellos, de nombre Jaime -no menciono su apellido por no situarle quizás en el punto de mira de algunos fusiles de precisión para el derribo de posibles contradictores a la política establecida-, almorzaría conmigo en un restaurante de la calle del Prado, contigua a la cámara popular. A la salida, Jaime consulto su móvil y me dijo:


  • Tengo una llamada de mi primo Javier… -excuso también su apellido.


  • ¿Javier? -le pregunté-. ¿No será de los… de Zaragoza?


Lo era. Jaime le devolvía la llamada y me pasaba con él. Y Javier me confirmaba que él era el que yo creía que era.


Habían transcurrido más de cuarenta años. Pero nos unían Burguete y las historias vividas bajo el amparo de ese nombre.


Nos hicimos con nuestras coordenadas respectivas. Al cabo de pocas semanas nos hablamos y nos citamos a comer.


El encuentro se pareció a una floreciente primavera en la que la apertura de las flores y el crecimiento de la hierba en los campos se anudaba a las historias recordadas.


Le relataba yo que, con su hermano Carlos -desgraciadamente fallecido ya-, participamos los tres en Burguete en un concurso de la canción, en el que nuestro trío tuvo a bien asesinar la entonces de moda “Lola”, esa canción que giraba con el estribillo, “la otra noche bailando estaba con Lola…”, que se encontraba en el repertorio de los Brincos. Y que el resultado de nuestra interpretación no sería excesivamente alentador para decidirnos a formar un trío “La-La-La” masculino ‘avant la page’: el jurado nos otorgó una nota tan baja que ni siquiera, puestos a recuperaciones, seríamos capaces de saltar el más bajo de los listones. Como prueba de lo que afirmo diré que pocas horas después alguien que había grabado el concurso de la canción de los veraneantes de Burguete le pondría la cinta a un tercero, y que, cuando éste le preguntó quiénes éramos contestó:


  • Los hermanos… y un chico moreno…


El “chico moreno” era yo. Y la canción sonaba tan mal que no me atreví a reivindicar mi participación en el sacrificio musical, con lo que desaparecí de la escena con velocidad digna del atleta que nunca he sido.


Tiempo después he sabido que Javier es un razonable intérprete de la guitarra y la armónica, y que en su catálogo personal figuran canciones de Bob Dylan. Lo que son las cosas: no fue posible el trío, pero sí el cantor individual.


En ese encuentro, Javier y yo nos pusimos al día. Al día, y al mes, y al año… porque si 20 años no son nada -que decía el célebre tango- ¿qué son 40? María Dolores Pradera nos contestaría que “toda una vida”.


Conocí de los vinos que con tanto mimo prepara Javier. Fuimos -Victoria y yo- a San Rafael, donde nos encontramos con su encantadora mujer, Fátima. Comimos y nos paseamos en su flamante descapotable. De esa manera extendíamos nuestra renovada amistad a nuestras mujeres.


Pero el reencuentro y la cordialidad no podrían resultar óptimos si el marco -a pesar de que fuera agradable- no resultaba completo. Nos quedaba Burguete, y no en el recuerdo, como el París de Casablanca, sino el auténtico y real que no se desvanece en la nostalgia y la melancolía. El Burguete que se resuelve en sus cuidadas casas a lo largo de una carretera nacional por la que parece inverosímil que atraviesen formidables camiones repletos de paja o de troncos de madera, o los autobuses que llevan viajeros a St. Jean Pied de Port, los paseos protegidos por los refrescantes y majestuosos bosques de hayas, o las excursiones para comer al borde del río Nive en un agradable hotel de St. Étienne de Baigorry, los caballos de raza Burguete -rechonchos y bajitos-, la cordialidad de sus gentes…


Y nos paseamos por el pueblo, además de reencontrarnos con otros veraneantes, sucesores como nosotros de generaciones que nos antecedieron en Burguete, de las que recogimos un testigo vital, de cariño y de amistad, que esperamos entregar a quienes ocupen un día nuestro lugar.


Porque Burguete es una palabra talismán, a cuya evocación acudimos con la rapidez que aún nos sea posible. Porque pronunciar ese nombre es como evocar una especie de llamada tribal, como el tam-tam de los tambores de los pueblos primitivos, o como la campana de la Iglesia que da las horas y las medias, y aún suena cinco minutos antes de señalar a éstas, para que la gente se vaya preparando.


Reconozco que yo mismo no me considero ni tribal ni aspirante a miembro de ninguna pandilla, pero al menos creo conocer bien mis orígenes familiares, los de mis abuelos maternos y los recuerdos de mi abuela Pilar oyendo la Pastoral de Beethoven en una pradera de Burguete, por ejemplo. Podría por lo tanto anudar estas y otras remembranzas a las de mis padres y a las mías, de la misma manera que otras familias evocarían las suyas, tejiendo así una tela de araña que nos atrapó a todos, como las que nos sorprenden en los paseos que nos damos bajo las hayas cercanas entre sí.


De modo que no resultaría extraño que un día, paseando por el Camino de Santiago en dirección a Roncesvalles, el esforzado ciclista, adecuadamente equipado, montado sobre una máquina moderna, se nos antojara de repente un hombre pedaleando sobre un velocípedo de los años 60 del pasado siglo. Y así daría comienzo una improbable historia, pasada por el filtro de esa máquina fabricadora de recuerdos que es el tiempo.


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