lunes, 26 de junio de 2023

Compartir cada vez más espacio con más gente

Decía José Álvarez Junco en su libro “Dioses útiles”: “El demos soberano no era allí, y no debe serlo en una entidad política, una etnia. Debe serlo un conjunto dispar de individuos que sólo tienen en común su aceptación de, y sumisión a, una misma estructura institucional; la cual les convierte, no en miembros de una fratría, sino en ciudadanos, en individuos libres e iguales. La Unión Europea, si ha de ser algo más que una unión de Estados, debe basarse en un nacionalismo cívico. Con cabida, desde luego, para inmigrantes procedentes de otras culturas; lo cual plantea nuevos retos, nada fáciles de superar, en un terreno en el que además carecen de experiencia”.


Pienso en esta larga cita del profesor Álvarez Junco a la vez que recuerdo las ideas de Javier, en nuestro último almuerzo en Madrid. Ya hay una larga tradición de amistad entre nosotros que se renueva de tiempo en tiempo y que inevitablemente se refiere a los años en los que Javier fue candidato en las europeas por el PP y yo le servía de una especie de secretario para todo, desde llevarle en mi coche a los actos que él debía atender fuera de Bilbao, hasta participar en una comida con el viejo director de El Correo, Antxon Barrena, en compañía también del democristiano Julen Guimón. Regresaríamos de aquel almuerzo a la sede del PP (de AP en realidad) y no había allí nadie en pleno domingo de campaña, ni se manifestaba, a pesar de que Julen arrojaba piedrecitas a las ventanas del local. Por supuesto que no se pegarían los carteles con la imagen del candidato, Marcelino Oreja, en lo que supuso un evidente boicot a su persona y a la posibilidad de que Oreja llegara a sustituir a Fraga en el liderazgo de la derecha española. También descubrimos el grado de deterioro existente en la organización de ese partido en Guipúzcoa, donde se nos informaría de la inscripción de un partido en el registro del Ministerio del Interior, por parte de las fuerzas vivas de la provincia, para el caso de no resultar atendidas adecuadamente sus pretensiones por la organización nacional. Una y otra situación -y alguna otra más- nos dejaría como a los artistas bajo la lona del circo de la película de Alexander Klüge: en un estado de creciente perplejidad.


No eran desde luego aquéllos buenos tiempos para la derecha y el centro en España. Javier no resultaría elegido entonces, y tuvo que esperar a la repesca provocada por los eurodiputados que regresaban a tareas nacionales. Estábamos en el año 1989 y todavía deberían pasar algunos largos años hasta que el PP, refundado por Aznar, consiguiera poner orden en la casa y se dirigiera hacia el poder, que obtendría en 1996. Hasta entonces, la vieja guardia conservadora, y un punto reaccionaría, de AP, actuaba generalmente fagocitando todos los elementos que no considerara propios. Política de camarillas y de vía estrecha.


Javier sería -ya digo- finalmente elegido diputado en el Parlamento Europeo. Pero antes, según me contaba, participaba en un foro privado en el que coincidía con algún nacionalista vasco que tendría larga trayectoria institucional y política, y aún empresarial. En ese debate debió acuñar la frase que da título a este comentario: “Compartir cada vez más espacio y cada vez con más gente”.


Se trata de una estrategia que separa al nacionalismo de las posiciones abiertas e integradoras -señala con no poca razón-. De unos nacionalismos locales y periféricos; y también de los nacionalismos nacionales, esos que se afianzan en respuestas populistas, desconfían de la integración europea porque temen la pérdida de soberanía, y aún de la inmigración, porque la observan como una amenaza a una determinada identidad patria.


Compartir equivale a tener la voluntad de integración, y es justo la idea contraria a la de excluir. El que excluye se aísla, muchas veces como el personaje de Alphonse Daudet -Tartarin de Tarascon-, detrás de una pretendida superioridad.


El nacionalismo -los nacionalistas- son así. No integran, excluyen; no comparten más allá de sus estrechas fronteras. Y ahí anida lo que podríamos definir como “el síndrome del extranjero”, sea éste un europeo procedente de un país arrollado por un Estado invasor, como es el caso de Ucrania, o se trate de un inmigrante latino o magrebí. Son ‘maketos’ -como les bautizara el fundador del PNV, Sabino Arana-, o metecos -como en la canción del francés de origen griego, Georges Moustaki.


Y los nacionalismos, como los extremos, se unen y abrazan. Podrán intentar confundirnos, llegarán a defender la idea de Europa o denostarla, amparados en la posición nostálgica y superada de la soberanía primigenia. Pero en ellos se aloja siempre el hecho diferencial identitario como un rechazo a cualquier instancia unificadora que extraiga sus raíces en la idea de la integración, llámese ésta política fiscal (lease Concierto Económico más Cupo que equivale al privilegio, como ocurre con el nacionalismo vasco), o la aceptación de cuotas de inmigrantes o su rechazo más o menos indignado (como les ocurre a los partidos populistas de ámbito nacional).


No son además más modernos y progresistas los soberanistas locales que los nacionalistas de una patria que se mide ya en términos de glorias pasadas. Del “bucle melancólico” de los nacionalismos localistas -en feliz expresión de Jon Juaristi- discurrimos por la pendiente de los nuevos -antiguos, al cabo- tiempos al “Santiago y cierra España” de los populismos que reclaman un fortalecimiento de la presencia de la nación y un retroceso del estado del bienestar. Unos  y otros -y algunos más, por desgracia- agreden la Historia arrimándola a su particular molino; el del linaje de Aitor que entroncaría a los vascos y a su idioma casi con la divinidad -Juaristi ‘dixit’- o esa unidad que habría de ser reconquistada desde Covadonga.


Compartir, como dice Javier, es el verbo a declinar. Compartir cada vez más con más gente. Y la respuesta -añade- de si se pretende avanzar en esa dirección o en la contraria es lo que define un modo de pensar y de actuar. La frontera divisoria entre el progreso y el imposible regreso, la reacción, añadiría yo.


Y en ese punto, y por no caer en lo que ya predefinía Lewis Carrol como la trampa de las palabras, en la conversación que mantenía Alicia con Humpty-Dumpty, daría lugar que a ese producto -“compartir cada vez más…”- lo bauticemos como “nacionalismo cívico” -como sugiere Álvarez Junco- o con cualquier otra denominación.


Convienen, para este caso, más los verbos que los sustantivos.


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