Humberto Calderón es un comunicador de esos que producen con no rara frecuencia las tierras iberoamericanas; de Venezuela, en este caso. Calderón habla sin notas, mira a los ojos a la gente y dedica en muchas ocasiones algún que otro comentario personal que está conectado con el hilo de su discurso. Sin lugar a dudas, diría de él que se trata de un político con carisma.
Humberto fue presidente de PDVESA, la petrolera estatal venezolana, así como ministro de Relaciones Exteriores de su país. Más recientemente, el presidente encargado, Guaidó, le nombró embajador en Colombia. Para él, el esfuerzo que la oposición debe acometer en Venezuela se describe en tres palabras: ganar (las elecciones), cobrarlas (conseguir alzarse con el poder), y tercero, y ultimo, gobernar (en un país extraordinariamente deprimido en todos los sentidos).
Para Calderón es importante también diferenciar dos conceptos en relación con los actores políticos en presencia. De manera enfática declara que quienes hayan sido responsables de cualquier delito deberán ser perseguidos; en otro caso -viene a decir-, nada hay que les impida participar en el proceso democrático que quizás se pueda abrir pronto en ese tan complicado país.
Y le doy la razón, No son palabras equivalentes política y justicia, aunque deberían resultar compatibles. Pero operan en ámbitos diferentes la una respecto de la otra. La primera establece una identificación con el poder -obtenerlo o retenerlo-, se supone que para emprender reformas que mejoren la situación social y económica de un grupo o país determinado, y para unirlo hacia la consecución de objetivos que no siempre tienen una correspondencia económica precisa; actúa en el ámbito del derecho la segunda, y define en los diversos códigos normativos -civil, mercantil, penal…- lo que resulta factible realizar y lo que no; lo que es punible o -al contrario- forma parte del ámbito de la libertad individual de cada uno.
La política y la justicia tienen también tiempos y métodos diferentes de trabajo. Definida por los procesos electorales, la política pretende obtener los votos ciudadanos que le permitan gobernar; el tiempo de la justicia lo miden los procedimientos y las garantías que se encuentran asociadas a éstos. Si la justicia es, por definición, bastante lenta -incluso hasta llevarnos en ocasiones al borde de la desesperación-, la política exige de resultados rápidos, en mayor medida -si cabe- en estos tiempos líquidos y evanescentes que nos presiden.
No es imaginable que esos dos mundos pudieran resultar equivalentes, por lo mismo que no cabría que se dicten sentencias por la mayoría de una asamblea legislativa o expresar opiniones políticas con el fin de rascar algún que otro voto en una sentencia judicial.
Otra cosa es que la política deba estar siempre sometida a la justicia; la política -los políticos-, lo mismo que la empresa o los particulares, y, también, desde luego, los propios servidores de la justicia. No hay exención posible a esa norma general.
Dejando actuar a la justicia con su propio paso y de acuerdo con sus sistemas de actuación, la política debe establecer su propia agenda. Y Calderón se refería al caso de Venezuela, un país en el que los defensores de la libertad han sufrido, por esa misma causa, una presión exorbitante y han debido pagar un precio siempre injusto en términos de vidas humanas, libertad perdida y aún estrechada, expolio y exilio.
Mi admiración personal por todos ellos no admite tampoco excepción. Y debo decir que a su defensa he dedicado buena parte de mi agenda política de antes y de mis preocupaciones de siempre. Quizás por eso pueda expresar aquí mi opinión respecto de la aplicación de estos ámbitos -justicia y política- en la realidad social de ese país.
Y permítanme para ello que me refiera a la transición española a la democracia, una vez que concluía la vida del dictador. Me pregunto a veces qué habría ocurrido si, por ejemplo, Felipe González y Santiago Carrillo, hubieran adoptado la decisión de no sentarse a negociar con Adolfo Suárez, porque éste había sido el principal responsable del partido franquista -el Movimiento Nacional-; o si Suárez se hubiera cerrado a la oportunidad de una negociación con Santiago Carrillo, como presunto ejecutor máximo de los asesinatos de Paracuellos del Jarama.
España vivió también incontables episodios de sufrimiento que, en la consecuencia fratricida que tantas veces hemos cultivado los españoles a lo largo de nuestra historia, nos habrían llevado a repetir la guerra (in)civil entre los hijos y aún los hijos de los hijos de los que se enfrentaron en la contienda. Felizmente, ya desde la generación de quienes sucedieron a los que se enfrentaron, no se quería ni oír hablar de su repetición.
Todo eso se materializaría en el proceso de la transición democrática española en nuestra ley de amnistía de 1977. Y amnistía es olvido, es algo así como condenar al ostracismo a los hechos que resultaron tan tristes y penosos que más habría valido que no hubieran existido. La amnistía es el producto de la generosidad de unos y de otros; y supone la expresión más genuinamente contraria de su principal rival, el odio, y su habitual acompañante, la intolerancia.
En parecidos términos a los que acabo de señalar, se ha manifestado el doctor Humberto Calderón, en un vídeo que tuvo la amabilidad de enviarme:
El gobierno -declara- no puede acabar con la oposición, ni la oposición con el gobierno. Es necesario entonces el entendimiento. Hacer una transición civilizada para poner fin a un entramado político que se ha desarrollado durante 23 años.
Por eso -me permito añadir-, no debería excluir la oposición venezolana a nadie que se encuentre dispuesto a unir sus fuerzas y su inteligencia a esa tarea constructiva. Todas las contribuciones deberían ser integradas.
Sabias palabras, las del doctor Calderón, que señalan el mejor de los caminos a recorrer por los luchadores venezolanos por la libertad. Seguramente el único, de lo contrario el resultado más probable navegaría entre el baño de sangre o la frustración permanente.
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