En su ensayo “Twilight of Democracy”, Anne Applebaum escribe: “Piense en cómo las compañías discográficas crean nuevas bandas de pop: hacen estudios de mercado, eligen los tipos de caras que coinciden y luego comercializan la banda publicitándola entre el grupo demográfico más favorable. Los nuevos partidos políticos ahora funcionan así: pueden agrupar temas, volver a empaquetarlos y luego comercializarlos, utilizando exactamente el mismo tipo de mensajes dirigidos, basados exactamente en una investigación de mercado, que sabe que ha funcionado en otros lugares”.
Es cierto, la política -mejor, los partidos- se viven sometidos a una estrategia comercial permanente. Fabricar un producto político es muy parecido a crear un hit musical, un cosmético o un coche. Todas esas mercancías -y la práctica totalidad de las demás- vienen marcadas por ese signo. Hasta la cultura, el arte, la literatura, son aceptados o rechazados -encargados a sus creadores, incluso- sobre la base de su capacidad de transacción comercial (“ese tipo de novela no se vende…”, observará el avezado editor a un descorazonado autor que ha puesto todas su energía y sapiencia en la elaboración de un determinado texto).
Además que hoy en día resulta relativamente fácil crear un partido político, como lo es la producción de una mercancía cualquiera, de acuerdo con la atinada reflexión de Applebaum. Véase el caso de la francesa “En Marche”, que lleva en su nombre las siglas de su fundador, Emmanuel Macron; un partido que se hizo desde la nada, porque nada más que cenizas políticas existían a su izquierda y a su derecha inmediatas, no existía otra cosa que se opusiera a su partido que el populismo lepenista.
También el caso español evidencia la facilidad en la creación de un partido político. UPyD nacía de la mano de un grupo de aguerridos componentes del agit-prop que encontraba sus raíces en la lucha antiterrorista y en contra del nacionalismo que se imponía -y se impone, quizás ya de manera irreversible- en el País Vasco. El partido, del que quien escribe estas líneas fue fundador, concurriría a las primeras elecciones legislativas, presentando listas en todas las circunscripciones provinciales y financiaría su modesta campaña con bonos que sus suscriptores pudieron cobrar finalizada ésta, una vez que el partido magenta obtenía un escaño por Madrid para Rosa Díez.
El caso de Ciudadanos tiene también alguna similitud con el anterior, aunque sería la casualidad de la inicial del nombre de pila de su presidente (unida a la inveterada lejanía que los intelectuales han manifestado siempre respecto de su implicación partidista) la que le encumbraría a ese puesto. C’s nacería -como lo hiciera UPyD- en territorio hostil, y como respuesta a un PSC cada vez más entregado a los postulados nacionalistas. Un líder fresco, ambicioso y una campaña electoral que lo presentaba como alguien transparente y sin ataduras haría el resto.
Los partidos nuevos son producto de los seres humanos y -como éstos- nacen, crecen, se reproducen -en facciones, tendencias, capillas y sectas o grupúsculos- y mueren. También ocurre lo mismo con los partidos tradicionales, a veces: la omnipresente Democracia Cristiana en la política italiana, que constituiría su partido clave durante 50 años, desapareció sin dejar rastro, despeñada en el abismo por la corrupción; y el partido socialista francés, que tantos líderes generó para su país (Delors, Mitterrand, Rocard…) ya es sólo un apéndice de una coalición liderada por la extrema izquierda.
En nuestro caso también UPyD y C’s han cerrado sus barracones y regresado a sus cuarteles de invierno. Los personalismos mayestáticos y otros errores llegarían a arruinar unos proyectos que habían nacido con singular entusiasmo. No les importó a sus líderes el desencanto que provocarían entre sus gentes a base de procedimientos disciplinarios o imposiciones sin cuenta ni cuento. La irresponsabilidad de su comportamiento lastraría la imagen de esos dirigentes para lo porvenir, y es que la ilusión por el compromiso político de la ciudadanía resulta tan difícil de conseguir que su anulación constituye un delito (democrático) que ya que carece de artículo en el Código Penal debería tenerlo en el código de conducta ético, al menos el de la historia.
La vida de un partido político en este siglo de democracia líquida que corre en el presente siglo, ya no se parece a la que vivieron las organizaciones de la pasada centuria, cuando se paseaba uno por las ciudades intermedias de España -de toda Europa, al cabo- y se encontraba con las sedes de los partidos principales, con sus secretarios de organización y sus estructuras municipales y provinciales. Se trataba de una “democracia sólida”, con cimentación, cimiento y paredes fijas, y algún retrato de Pablo Iglesias (Posse) o una foto dedicada por José María Aznar a la organización local correspondiente. Hoy bastaría con un experto en RRSS para ponerlo en marcha, y la sede es ya un territorio virtual, que no físico.
Nacidos y desaparecidos, queda por ver -la vida política es rica y procelosa- si los partidos políticos pueden revivir -o reencarnarse- después de morir. No es imposible, ya que tal posibilidad depende en especial de los que un día fueron sus electores. Y es que la virtualidad de la democracia no reside en los partidos -por mucha partitocracia que nos invada-, al final se basa en una ciudadanía que apoya, critica y hasta deserta de las ofertas que se le proponen.
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