sábado, 10 de junio de 2023

Siéntate sobre tus recuerdos

Leonard Cohen escribió un poema que decía:


“Siéntate sobre tus recuerdos cuando sientas dolor.

Cuando sientas placer siéntate también”.


Los recuerdos constituyen desde luego una base fundamental -sedimento, podríamos decir, utilizando una palabra que tiene la misma raíz que la empleada por el poeta canadiense-. Y están cada vez más presentes en la medida en que los años pasados pesan más en nuestras vidas que los años por venir.


Recuerdos y remembranzas como los dos últimos conciertos del viejo cantor en Madrid. El primero, cuando Cohen se decidía a efectuar una gira mundial, debido a los por él declarados “inconvenientes financieros”. Lo decía el cantante en su concierto de Londres, en 2009, y había sido poco explícito en la mención, porque los “inconvenientes” no eran otra cosa que su ruina, provocada por la cesión de la administración de sus intereses económicos a una apoderada con escasos escrúpulos: una estafa, por decirlo de forma más rápida; el segundo concierto lo haría en plenitud de fuerzas para presentar su álbum “Old Ideas”. Pero en los dos, el artista nos dedicaba lo más interesante de su repertorio, todas sus canciones más conocidas, en una actuación que a veces parecía no tener fin, y eso que querías que el concierto no terminara nunca.


Pensábamos que tal vez Leonard había adquirido una cierta inmortalidad. La voz cada vez más grave, dulcificada por los coros de las Web Sisters y la incomparable voz de Sharon Robinson; una dicción que era, más que música, un susurro. Viviría Cohen dos, tres, cuatro vidas… errantes, como estos pájaros, por los mundos de la canción, la poesía, la mujer, el sexo y la religión que, al cabo, sublimaba -religaba- todas esas categorías.


Eran, los suyos, unos conciertos imborrables para el recuerdo, y los administraba como si constituyeran una ceremonia clásica, la del comunicador con su público. Con una excepción: cuando interpretaba “Marianne”, una canción que había dedicado a su pareja de otros tiempos, Marianne Ihlen; se recogía el cantante aún más de lo habitual sobre su encogido cuerpo y se ponía literalmente en trance conectivo con ella -hubo alguna vez que el poeta debió renunciar a esa interpretación porque era incapaz de alcanzar ese estado de cercanía con la que había sido, quizás, su principal musa.


Pero el público reconocía sobre todo las primeras notas de la que fue su canción más conocida, Suzanne. Debió ser esa chica una mujer enigmática, con sus trapos y plumas del ejército de salvación como vestido, su té y naranjas chinas, la Señora del Puerto.


Y existen desde luego otras Suzanne en la vida de la gente. Son mujeres inalcanzables, que sumergen a las gentes en su longitud de onda hasta el punto de que llegan a pensar que están dentro, por ejemplo, en la casa donde vivía la Suzanne real -no la de la canción-, una azotea con derecho a terraza, en la que invitaba a cenar a alguno de sus amigos. Sí, estaba cerca del río esa casa -aunque no se podían oír las sirenas de los barcos-; pero no, no era ella la Señora del Puerto (the lady of the harbour), ni la cena era una merienda con una taza de té.


Aún así, ese amigo estaría dispuesto a viajar con ella, viajar a ciegas, porque creía en ella, porque le había envuelto sólo con su mente… y él seguía pensando que la envoltura era para los dos.


Y eso que tenía ella su punto de locura, pero por eso justamente él quería estar allí…


Y allí estaban los dos, en efecto. En su casa o en la de él. O en algún bar en el que ella consumía cervezas sin cesar, a la vez que apostrofaba contra todo lo divino y lo humano, en especial contra la guerra de Irak; la guerra que decidió Bush hijo para completar la tarea de su padre, y a la que convocó a Blair y a Aznar con la excusa de que Hussein tenía armas de destrucción masiva dispuestas a ser empleadas.


Y era verdad lo que decía esa Suzanne. Se trataba de una guerra ilegal, de acuerdo con el Derecho Internacional -aunque fuera legalizada “a posteriori”-. Pero no era eso lo más importante para él. Lo que él quería era… estar dentro, sentirse parte de algo, del mundo de ella, por ejemplo. Pero él era consciente de que, si había entrado en su longitud de onda, ella no quería otra cosa que preservar su independencia, la soledad de quien se toma un café los domingos a la vez que devora las páginas de “El País”. No, ella no tenía ningún amor que darle.


De modo que él se quedaría con parte de su discurso y ella permanecería sola. Y ya en la distancia, él la llamó un día para despedirse. Ella bebió sus cervezas a la vez que seguía las explicaciones de él. Se dijeron adiós como dos amigos. Y él pensó que esa historia había terminado, aunque no lo tuvo muy claro después: no supo si sus palabras habían llegado a ella, desbordando la empalizada que construía el alcohol.


Aún así, Suzanne, junto a los niños de la mañana que buscan ser queridos, sigue sosteniendo el espejo. Quizás porque su mundo se refleja en ella en ese va y viene de una imagen. Al cabo, el mundo en el que él jamás pudo entrar.


Sentados sobre nuestros recuerdos, los felices y los tristes. Recuerdos que forman parte de nuestras vidas como las canciones del poeta, evocadoras… tanto que tienen la cualidad de encajarse en la vida de todos nosotros.




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