Se llama Ali Addé y es un refugiado -no importa a los efectos de esta reflexión cuál sea su país de origen-. Ha llegado a algún país europeo poniendo en riesgo su vida, y a costa de un dinero que ha debido pagar a las mafias que operan en el negocio de transportar seres humanos como ganado estabulado en unas pateras, o como hacían los nazis con los judíos, embutidos en los trenes que les conducían a los campos de concentración o de exterminio.
Ali piensa en su futuro y declara:
“El hombre no vive sólo de la comida y el agua, sino de la esperanza. Mi esperanza se ha ido, pero la traspaso a la siguiente generación”.
Traspasar la esperanza, cuando la propia abandona el campo, devastada por los sufrimientos que te han acompañado en tu vida; dejar atrás a buena parte de tu familia, tus amigos, tu medio de vida… aunque la ciudad o el pueblo en el que vivías no sea apenas ya más que un amasijo de cascotes, y la casa que representaba tu cobijo y el de los tuyos no la podrías siquiera reconocer si volvieras por allí.
El refugiado, el emigrante a veces también, el que decide romper amarras con su vida pasada e iniciar una nueva, actúa como si operase en él una nueva reencarnación: porque él no volverá a su ciudad, porque no se reencontrará con los que alguna vez fueron parte de su vida; pero es consciente también que tampoco en su nuevo destino encontrará la felicidad. Al cabo, la felicidad no es una situación permanente, algo así como alcanzar el estado de gracia, el nirvana… botar sobre el asfalto como un nuevo Mercurio, que eso decía Proust que era el amor. Decididamente sí, el amar y sentirse amado debe ser la quintaesencia de la felicidad.
Por eso Ali pasa el testigo a una nueva generación, porque el amor de los padres a sus hijos prevalece sobre cualquier otra prioridad vital. Los engendramos, los cuidamos y les vemos crecer con la idea cierta de que sus éxitos y sus fracasos lo son también nuestros. Entregar el testigo a las nuevas generaciones no es un acto de generosidad, es sólo un síntoma de humanidad, o si se prefiere, una actitud animal, porque no hay especie que no lleve inscrita en sus genes que la función reproductora constituye una de las obligaciones más esenciales de casi todos los seres vivos. De manera que, en la cadena de la existencia, no somos más que un mero eslabón.
Procede Ali de un espacio inhabitable, y llega a un continente que mantiene respecto de la inmigración crecientes recelos. Europa está sumida en el egoísmo que es condición habitual de la riqueza, y esa situación se resuelve en una ecuación harto compleja: no queremos tener hijos, pero exigimos que se nos paguen nuestras pensiones. ¿Quién financiará entonces nuestro estado del bienestar, un muy amplio repertorio de prestaciones sociales a las que ninguno estamos dispuestos a renunciar?
De modo que Ali viene a Europa formando parte de una de las respuestas a una ecuación que sin él -sin ellos, los refugiados, los inmigrantes- resultaría imposible. Pero no todos los europeos son del mismo parecer. Muchos creen que los inmigrantes constituyen más una amenaza que otra cosa, que consumen recursos sociales, que traen consigo las reyertas y los desórdenes, que no son susceptibles de integrarse en nuestros modos de convivencia… pero al final son los que cuidan de las personas mayores, nos atienden en los establecimientos de restauración o disponen los andamios para construir nuestras casas.
La llegada de Ali no es para él tampoco ninguna sinecura. Deberá trabajar duro para sacar adelante a su familia y sus hijos se verán obligados a competir en un mercado laboral difícil en el que la especialización se ha convertido en el primer activo laboral. Y en ese punto, los hijos de los inmigrantes parten en clara desventaja: será preciso que transcurran generaciones para que la igualdad de oportunidades les alcance.
Pero tendrán -los hijos de Ali- una ventaja importante sobre los nuestros. Consiste ésta en que ellos serán educados en la austeridad y habrán contemplado la escasez desde muy cerca; sin embargo, los hijos de los europeos nativos lo están en la abundancia. Nada se les ha negado, nada les impide llevar adelante sus proyectos; y, por lo mismo, llegados a una edad madura, cuando el manto protector de sus padres se desvanezca, les resultará muy difícil comprender que un mal sueldo es preferible a una espera indefinida y sin perspectiva de cumplimiento de lo que pensaron que sería su destino profesional. Los hijos de Ali, no; para ellos cualquier sueldo, no importa qué puesto de trabajo, será adecuado. El principio será para ellos encontrarse dentro del mercado, no fuera de él.
Entretanto Ali sigue trabajando para pasar el testigo. ¿Qué otra cosa podría hacer cuando la vida le ha robado la felicidad?
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