lunes, 14 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (32). Un amor en el otoño de Bilbao (VIII)

Era domingo por la tarde. De su biblioteca extrajo una biografía. No supo por qué, pero escogió una que trataba de la vida de Lorenzo el Magnifico, escrita en francés. Siempre le había encantado Florencia y esas historias medievales en que la Iglesia y la Nobleza se enfrentaban en una incesante lucha por el poder. Lorenzo, que hasta escribía versos, como el que ilustraba el biógrafo y que Iturregui leyó: "Que la jeunesse est belle, Cette jeunesse qui fuit. Celui qui veut être gai, le soit, Le lendemain est sans certitude" Era cierto. Se trataba de ideas siempre escritas por los poetas, seguramente que Cecilia tendría algún poema dedicado a lo fugitiva que es la juventud, pero no se lo habría enseñado por el afán de no provocar situaciones delicadas, por no darle más alas. Lo que pasaba es que él se lo había dicho ya. Se sentía joven. Cuarentaicinco. Al cabo, tampoco tanto. ¡Qué le podía ofrecer! Muy poco. Le quedaban apenas quince años para después cargarse de achaques , repartir sus negocios entre sus dos hijos e ingresar -con la mayor dignidad posible- en la vejez. Pero a ella, eso no parecía importarle demasiado. En alguna ocasión se lo había dicho: "Me gusta la gente mayor, la gente de cincuentaicinco para arriba". Y Miguel Iturregui atendía feliz las explicaciones de Cecilia. ¡Seamos felices, que nadie sabe lo que ocurrirá!, decía el bueno de Lorenzo el florentino. Ella no. Ella había decidido reducir su amor, el episodio de su juventud que la salía al paso, al mero contacto epistolar.

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