martes, 8 de enero de 2013

Cecilia entre dos mares (30). Un amor en el otoño de Bilbao (VI)

Ocurrió aquel sábado. Por la tarde, los escritorios de las oficinas de Bilbao se iban cerrando, felices los empleados ante la perspectiva del descanso dominical. Iturregui quería ver a Cecilia. La había llamado a su habitación del Hotel Carlton. La 220, en el piso segundo. Ella había marcado las condiciones, como siempre: se encontrarían en el "hall" del establecimiento. Nada de chocolate hecho o té con limón, en esta ocasión. Inusualmente, Cecilia bajó puntual. Como el "Big Ben" o el reloj del Banco Vizcaíno en la plaza de San Nicolás. ¿Quieres que demos un paseo o que tomemos un café?" Nada, ella no quería nada de eso. Le bastaba don que se sentaran en el salón del hotel, a la izquierda de la puerta de entrada, después de pasado el mostrador de conserjería y la "toilette". Un conjunto de sofás de cuero rojo y verde, creando ambientes distintos, estaban dispuestos de forma cuidada y elegante. - Quiero que me escuches, Miguel. Iturregui permaneció en silencio. Por supuesto que la escucharía. - Mira -continuaba Cecilia-. Yo he venido a Bilbao a pasar una temporada, y de repente me encuentro con que conozco a un señor que me gusta mucho, pero que está casado y tiene hijos... - ... Ese es mi problema -la interrumpió Iturregui. - Tu problema, y el mío también. A mí no me gusta romper matrimonios y familias. No sé, aunque te parezca extraño, me produce una preocupación como de un mal signo o de un espíritu maligno, algo que no sabría definir pero que me pudiera perjudicar. Era la percepción religiosa de La peruana, producto de muchos siglos de creencias diferentes, a las que el catolicismo se agregaba como si solo se tratara de un envoltorio final. - Yo te insisto en que ese es mi problema -replicó Iturregui-. A mí tampoco me gusta que se haya producido esta situación. Pero... ¿es que me puedo considerar muerto a los cuarenta y cinco? ¿es que soy como esos viejecitos a los que no les queda nada más que la satisfacción de ponerse al sol en verano.o debajo del cobertor de un brasero en invierno? ¿es que solo me quedan mis negocios? Cecilia le miraba atentamente, procurando no herir a su interlocutor. - Claro que tienes una vida que vivir, Miguel -le dijo-. Pero... ¡hay tantas chicas sin problemas que estarían encantadas de relacionarse contigo! - Ya... Pero no se trata de eso -Iturregui no estaba dispuesto a dejarse convencer-. Esto no es como cuando voy a la biblioteca de la Bibaina a por uin libro, escojo una novela en francés,, de un autor tal. ... Un libro que está esperando tranquilamente en la estantería a que vaya alguien, yo mismo, y lo pida. El amor no es eso, el interés sí se le parece. Pero el amor, cuando es amor, está hecho de la condición de las cosas que no puedes controlar. - Por mucho que digas, Miguel. Esto no puede ser. Iturregui movió la cabeza domo si estuviera esquivando el golpe. - ¡Claro que no puede ser! -contestó de forma dialéctica-. ¿Tú crees que no me digo casi todos los das que es un error, que esto es un error, que no tiene ningún sentido que continúemos con esta historia? - No lo sé. - Pues me lo digo siempre. Pero, enseguida, cuando estoy en el despacho, me veo escribiéndole una nota, encargándole a un empleado que ta haga llegar un ramo de flores por el motivo que fuere... Deseando verte, contando las horas hasta que llegue el momento de la comida o de tomar el té o de la hora en que nos hayamos citado... Es un caso claro, Cecilia: la cabeza no puede dar ordenes al corazón. - No es posible, Miguel. Por mucho que me garantizaras que no te perjudica tu familia, ¡Fíjate lo que digo! Imagínate que fueras un hombre libre. Aun así yo no puedo aceptar esta relación -una vez más Cecilia había conseguido romper los esquemas de Iturregui-. Alguien me tiene que ayudar a que todo esto acabe y tú eres el único que puede hacerlo -dijo para terminar como si más que una frase fuera la suya una sentencia. Miguel Iturregui debió emplear unos segundos en una apresurada reflexión, antes de contestar: - Mira Cecilia. Yo no puedo ayudarte a eso -dijo con lentitud-. No puedo ayudarte a que me olvides.. Solo -estaba verdaderamente compungido-, solo puedo comprometerme a una cosa: yo no voy a presionarte. Cecilia no dijo nada. En lugar de hablar sonreía nerviosa. - ¿Nos vamos a volver a ver? -preguntó un demudado Iturregui. Ella sonrió entonces de manera más amplia, para acabar por decir al fin: - El miércoles. Si te parece nos vemos el miércoles. - Hasta entonces espero que me permitas que te escriba. - Por supuesto, Miguel. No creo que haya nada malo en que nos escribamos. Nunca había existido nada malo hasta aquel momento..." pensaría Iturregui. Cecilia se levanto del sofá, dando así por concluido el encuentro. Iturregui le cogió su mano derecha para besarla. En ese momento, él le dijo con voz muy queda: - A pesar de todo, pase lo que pase, quiero que sepas que te quiero. Cecilia bajó la cabeza, y en esa postura abandono el recinto del salón, dejó atrás la "toilette", el mostrador en el que se encontraba el conserje. Atravesó el vestíbulo y llegó al ascensor, donde un botones uniformado de rojo, le preguntaba: "¿Desea subir la señorita?" Y ella, siempre con la cabeza baja, le contestaba que sí. Iturregui la siguió, unos pasos por detrás, hasta que se cerraba la puerta del ascensor y ella se perdía definitivamente de su vista. No pudo entenderlo. Otra vez volvía Cecilia a su secreto, un secreto del que apenas Iturregui conocía su existencia, aunque nunca Cecilia siquiera se lo había mencionado.

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