viernes, 28 de diciembre de 2012

Cecilia entre dos mares (27). Un amor en el otoño de Bilbao (III)

Les ocurría, a veces, que se perdían entre la gente de los pueblos; por Guernica, por Bermeo... Iban de excursión y se cogían de la mano, entonces. "Aquí no hay peligro", se decía Iturregui para sí. "Aquí no me conocen". Pero siempre había un buen automóvil que doblaba la esquina y, en ese momento, Iturregui escondía la cabeza por temor a que alguien le reconociera. En otras ocasiones, era él quien desafiaba a la gente y la convidab a tomar el té en el Lion D'Or o a chocolate en Zuricalday. Claro que sus actitudes dependían bastante del último comentario o de la lectura más reciente que había hecho, unos y otras le advertían: "Miguel. Lo estás haciendo mal", o le decían al oído , con un murmullo envolvente: "¡Qué tontería! Si al final, la vida es tan corta..." Pero también estaba ella, Cecilia, la extraña poetisa, que tan pronto se convertía en una persona omnipresente, que le quería ver siempre; que le impedía, casi, dedicarse a sus numerosos negocios. Como era la otra Cecilia, que se eclipsaba; que desaparecía dos, tres días, una semana... sumiéndole en un desconcierto notable. Y, cuando recuperaba el contacto con Cecilia, notaba que se sentía muy unido a ella, como esas historias de amor que quieres que no pasen nunca, que permanezcan siempre muy cerca de ti. Pero, las veces que no podían encontrarse; esas horas, esos días... pensaba Miguel que todo eso era imposible, que nada podría germinar desde la distancia. Entonces se planteaba un sinfín de dudas y no sabría poner la mano en e fuego por la continuidad de aquel amor. Su mujer no, no contaba en aquella historia que mantenía él con la muchacha de Arequipa. Al cabo, solo los hijos le preocupaban. Y él pensaba mucho, se le iban las noches con las manos encima de la almohada, por detrás de la cabeza. "¿Qué continuidad tendría su amor? ¿Qué les podría permitir la pequeña sociedad de Bilbao, de la gente conocida, a ellos dos?" Pero enseguida, las preguntas se le iban hacia sus incertidumbres: ¿Cómo iba a pensar en el futuro si apenas sabia nada de ella?" Ni siquiera sabia si ella le quería . "No estoy abierta a otras experiencias", le había dicho un día. Y, cuando él le susurraba, muy bajito, con esa voz que ella admiraba: "Te quiero", Cecilia le miraba, a veces levantando las cejas, abriendo la boca, en expresión confundida, como quien escucha una historia increíble. No podía ser por más tiempo. Se lo preguntaría mañana. Así, poco a poco, se dejaba ganar por el sueño, aunque hubieran dado en el reloj de pared del salón las cinco de la madrugada, aunque le separaran apenas dos horas antes de sus ejercicios gimnástico o de su baño...

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