lunes, 10 de diciembre de 2012

Cecilia entre dos mares (20) Qué poco sé de ella... Y, sin embargo... (I)

Cecilia, siempre Cecilia, en la borrosa imagen que conservaba ¿Cómo era ella en realidad? Siempre recordaba a una joven muy guapa, con una facha colosal. Sin exagerar, el aspecto de una diosa; misteriosa, lejana; tan lejana, claro, que procedía del otro lado del océano. Pero, eso sí, una diosa que decidía abandonar, de pronto, su legendaria ausencia y que se transformaba en persona de carne y hueso. Era entonces cuando se descubría a una persona extraordinariamente atractiva; Iturregui diría, incluso, que sensual. Pero su imagen en él se desvanecía a medida que pasaba el tiempo, los días, sin ver a Cecilia; y ella se convertía apenas en la sombra de un recuerdo; de un grato recuerdo, como esos marcos que, a fuerza de contener siempre la misma fotografía, aun sin reproducción alguna, nos recuerdan siempre la figura primitiva, aunque ya ni siquiera la fotografía sea la misma. "Me gustaba mucho aquel joven en Arequipa" -le había dicho ella en aquel almuerzo en "El Amparo"-. "Me regalaba flores siempre que hubiera algún motivo... Me gustaba tanto que estuve a punto de enamorarme de él. Pero salí de Arequipa y me fui a Estados Unidos y después a España..." Y ya estaba Miguel Iturregui enviando un ramo de claveles a la señorita Cecilia Llosa, clon un tarjetón que decía: "¡Enhorabuena por su segundo poema! Los lectores esperan com ansiedad más producción de usted". Iturregui leía su poema, le gustaba, lo publicaba, lo volvía a leer, le volvía a gustar y felicitaba a la autora y le pedía un nuevo poema... Así daba vueltas y más vueltas a la noria de su... ¡Sí! No podía llamarlo de otra manera. De su amor por Cecilia. Lo había sabido desde el primer momento. En el fondo, le interesó aquella joven hispanoamericana con el rictus pesaroso por la mala acogida de sus versos. Le gustó cómo hablaba, lo que decía, cómo vestía. Le encantó ella físicamente, pero también su manera de hablar; tan dulce, tan suave, tan diferente del hablar brusco y alto de las mujeres del norte, mujeres poco menos que de pelo en pecho, de mandar bravío. Cecilia no era asi, Cecilia era como la mujer que dicen los poetas; las mil caras, todos los tipos de mujer en una sola; tan pronto triste como alegre, cercana como distante, enigmática como evidente, indecisa como resuelta, a la vez complicada y sencilla. Una mujer con tantas vueltas, que en alguna de ellas forzosamente te sentirías cogido, envuelto; y una vez dentro solo quieres investigar, conocer cómo son las mil formas de una mujer. "No estoy abierta a otras experiencias", le había dicho, tan tranquila, como si no temiera hacerle daño. A él, que casi estaba pidiéndole empezar algo parecido a una historia de amor. Porque si no, ¡a santo de qué le iba a contar que la vida no se acaba a los cuarenta y cinco! No quería hacerle daño y el caso es que no se lo hizo. Porque Cecilia decía "no" como quien dice "quizás". Y no se la imaginaba diciendo "quizás", porque eso seria un "sí" bastante categórico. Por lo mismo que no existía la posibilidad de que dijera que sí, porque eso, a estas alturas, seria como salir corriendo, por el peligro que tal situación entrañaría. A Iturregui le bastaba con que Cecilia no se despidiera de él para siempre; que le dijera, por ejemplo, "me voy a vivir a Madrid" o "me vuelvo a Arequipa" o "sigo mi viaje por Europa"; con algún, por supuesto, muy dulce, "le recordaré siempre, usted será siempre mi amigo". Entonces, tal vez, él pudiera cogerla de la mano suavemente, tranquilamente y besarla en sus labios; y, tal vez, ella le apretara con fuerza en ese momento; que tal vez, los dos, quisieran que fuera un instante que durara toda la vida... Cecilia no estaba abierta a otras experiencias, pero se citaba con él dos días después "Tendré listo mi siguiente poema, Miguel". Llegaría tarde, por supuesto, como siempre llegan tarde las mujeres, como para recordarte que siempre es así, al fin y al cabo ellas están dispuestas a esperarte toda la vida. ¡Qué poco te deben costar veinte, treinta minutos de retraso! Y la vería de nuevo, con alguna "toilette" algo atrevida, de modo que los ojos de los hombres se clavarían materialmente en ella; y le mirarían a él, de reojo, con la envidia que se produce en los que nunca serán capaces de descubrir a una mujer como ella, exótica, bella, tan diferente de todas. Y él, ufano, orgulloso, sentado junto a ella, paseado con ella.

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