viernes, 21 de diciembre de 2012

Cecilia entre dos mares (25). Un amor en el otoño de Bilbao (I)

Nunca le preguntaba por su mujer. Por sus hijos a veces, porque se veía claro que a Cecilia le encantaban los niños. Y, en ocasiones, le hacia ella un largo repaso de los hijos de sus hermanos o de sus primos. Y, para ella, todos eran sus hijos. Tenía, según eso, hijos en Perú, en Australia... y, hasta daba la sensación de que, se adueñaba de los suyos propios. Claro que Miguel se dio pronto cuenta de que se trataba más bien de una especie de trampa: lo que ella quería más bien era oponer todo tipo de dificultades a su historia de amor Grandes o pequeños inconvenientes que pusieran a prueba una posible relación posterior, como si de alguna manera se tratara de que Cecilia estuviera montando una suerte de gran valla -como las construidas en los campos de concentración- entre los dos. De esa manera, establecidas las complicaciones, le resultaría más difícil continuar en su deseo por ella, se acomodaría Miguel a su rutinaria existencia y dejaría de pensar en ella. Pero esa actitud subrayaba en Iturregui la sensación carcelería que ya tenía respecto de su vida y fomentaba también el impulso hacia Cecilia, que se convertía así en su única tabla de salvación. Miguel le hablaba poco de sus hijos, pero Mercedes estaba siempre en sus labios. Con su sonrisa luminosa, la boca bien abierta, enseñando una fresca hilera de dientes blancos, empujada por la claridad de sus ojazos oscuros. Mercedes, a la que daba siempre un beso especial de buenas noches; y también para despertarla por las mañanas. Mercedes... que en muy poco tiempo pasaba a formar parte del elenco de los hijos de Cecilia, y que llevaría en adelante el apelativo para ella de "la bebita". De su mujer no quería Cecilia saber nada, más allá de las preguntas un día le formulara en "El Amparo", y que Miguel contestaría de una forma un tanto vaga. Luego no habría nada, aparte de algún comentario por parte de este y que ella evitaría, de forma muy elegante, desde luego. Miguel Iturregui se admiraba con la discreción de Cecilia Llosa. Al poco tiempo, sin embargo, empezaba a pensar de otra forma: no que Cecilia no fuera discreta, por supuesto; pero era que la curiosidad femenina no tenía fin, y Cecilia, que era algo así como la mujer en estado puro, no podía dejar de producirse de aquella manera. Algo había que era más fuerte: su naturaleza; algo que llevaba Cecilia muy dentro de ella y que le hacia contener esos centenares, quizás miles, de preguntas que naturalmente estaban en su imaginación. El secreto de Cecilia. Su vida antigua, su familia en Arequipa... Apenas nada más que los recuerdos de su infancia, de un padre que siempre estuvo con ella, que la apoyaba por encima de todas las contrariedades; o los recuerdos de la primera juventud, de la adolescencia, de los novios que tuvo... Todo eso paraba allá donde se alzaba una muralla, a los veinte o los veinticinco. Una vida de la que él no sabría nada de lo ocurrido a lo largo de diez o doce años, quizás los más importantes de su vida. Esos años en los que se producen los grandes amores, o en los que debes cargar con las más enormes tristezas. Amores y tristezas, con frecuencia, las dos caras de una misma moneda, que lleva por nombre la primera de las ecuaciones, el amor. Cecilia guardaba algo. Más allá de su encantadora figura, de su facha escultural, Cecilia integraba treinta y cinco años de perfección, pero de misterio. Quizás le ocurriera lo que no pasaba con la mujeres de Bilbao. Directas, bruscas a veces; pero que en muy raras ocasiones mantenían secretos; a los dos meses de noviazgo te lo decían todo, claro que después que las prometieras lo que todas las mujeres quieren: el amor para toda la vida, la más inquebrantable fidelidad, todas esas cosas... Claro que ellas, Begoña por ejemplo, su mujer, apenas habían tenido algo verdaderamente importante que ocultar. En todo caso, Cecilia era distinta: el secreto permanente, por lo tanto, la preocupación sin limites.

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