martes, 29 de noviembre de 2011

Intercambio de solsticios (278)

Aprovechando la indudable sorpresa que sentiría su segundo agresor ante el disparo que había abatido al primero, Romerales abrió de golpe la portezuela contigua a su asiento. Ese sujeto en efecto no esperaba que esa fuera su reacción, de modo que cayó en el suelo del garaje.
Haciendo gala de una agilidad insospechada para su envergadura y exceso de peso, Romerales salió de su vehículo a tiempo de evitar que el dolorido atacante se levantara. Para ello le puso el zapato derecho sobre la garganta, produciéndole una inmediata sensación de ahogo.
Aprovechó entonces el responsable de interior de Chamberí para echar un vistazo hacia el otro tipo. No le vio muy bien, porque su propio coche se lo impedía, pero unos gemidos que salían de esa dirección le sugirieron que aquel sujeto no lo estaba pasando demasiado bien.
Romerales apuntó con la pistola al agresor que tenía controlado en el suelo:
- ¡Levántate poco a poco! –le ordenaría- ¡Y ya sabes, si haces algún movimiento sospechoso… te liquido! ¡Y te juro que lo voy a hacer!
Sonó a que lo decía en serio. Así que su atacante, liberado ahora de la agobiante presión del pie de Romerales, se incorporaba lentamente.
El consejero cerró la portezuela de su coche y se puso detrás del sujeto que ya estaba en pie.
- ¡Ahora pon los brazos en el coche y abre bien las piernas! –ordenó.
Situado en esa postura, Romerales cacheó a su agresor. En el bolsillo trasero de su pantalón había una Lugger. La comprobó: tenía el cargador puesto, pero aún no le había quitado el seguro.
“Se creían que soy un objetivo fácil”, pensó el consejero disimulando una sonrisa.
Romerales cogió el brazo izquierdo de aquel sujeto, lo desplazó hacia su espalda y lo levantó, produciéndole un fuerte dolor.
- Ahora vamos a ver qué hace tu amigo –dijo.
Y de esa manera, sirviéndose de aquel tipo como escudo humano, el consejero de Chamberí recorrió a trompicones el reducido espacio que les separaba del otro agresor.
Este yacía en el suelo y de un costado de su cuerpo surgía un reguero de sangre. Romerales le rozó suavemente con el zapato: el tipo volvió a gemir.
- No sé si te importa algo la vida de tu compañero –dijo Romerales al tipo que tenía sujeto-. Pero, si no quieres que termine sus días en este puto garaje, más te vale cantar.
- N-no s-sé nada… sólo habíamos venido a robar –musitó el agresor.
Cristino puso entonces el cañón de su pistola sobre el cráneo de aquel tipo. Y presionó con fuerza.
- ¡Vamos, hombre, que no tenemos todo el tiempo del mundo! ¿A que te mandan los de Chamartín?
El tipo aquel miró un segundo en dirección a su amigo.
- ¿Qué tal estás, Fulgen?
Desde el suelo surgió la voz del supuesto Fulgencio, aunque más parecía que saliera de ultratumba.

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