No sabría muy bien cómo explicar lo que sucedió esa mañana de domingo, pero lo voy a intentar. La pantalla de televisión de aquél bar emitía los prolegómenos del Gran Premio de Mónaco de Fórmula 1. Yo esperaba a la hermana de un amigo y a su marido -guardaré estricta reserva acerca de sus nombres: su hermano, y su cuñado, es el único amigo que me queda en el PP, creo, y los testimonios de afecto en estos momentos que corren en que todos sus militantes se miran con más recelo que el de costumbre pueden perjudicarle-. Pepi y Manolo me hablaban de Madrid como su lugar de adopción preferido y de su decisión de no regresar al País Vasco -es la nuestra, tierra de expulsión cuando antaño lo fuera de acogida.
Pepi, que me llamaba con ocasión del fallecimiento de mi hija, derramaría sobre mis oídos una verdadera tormenta de sensibilidad y de cariño que entonces yo sentí en la manera de una cercanía insólita. Así que cuando concluía la conversación y me decía Pepi que la llamara cuando me encontrara en Madrid le dije que lo haría y registré esa intención en el lado de la memoria que contiene los compromisos que adquieres y además quieres cumplir. Es verdad que me dijo en esa ocasión que me presentaría a una chica, pero no es menos cierto que esa circunstancia duró en mi cabeza el tiempo que la noche ofrece al sueño la tregua de un organismo en derrota: apenas unos minutos.
Así que "Vic" llegaría al establecimiento como ciclón arrastrado por un tornado de signo inverso -se diría que a veces los remolinos aéreos devuelven a la tierra algunas de las mejores presas que antes habían cobrado. También Peter Pan venía del País de Nunca Jamás o Mary Poppins bajaba de algún lugar del cielo empujada por el viento del este.
Llegaría como un ciclón y se dedicaría a saludar como esas chicas que se van corriendo porque se dan cuenta de que están abusando de la paciencia del conductor del autobús y de los pasajeros: uno y los demás quieren llegar a tiempo -somos todos como el conejo de Alicia, seres corredores que siempre tenemos prisa por llegar... a ninguna parte.
Así que cuando "Vic" me saludaba y se sentaba en la silla que quedaba libre a mi izquierda, rescaté entonces el recuerdo de la promesa formulada por Pepi. Y entonces "Vic" comenzó a hablar. Yo me imaginaba con un paraguas -como el gran Brassens- que lo ha robado en la casa de un amigo y se dispone a combatir la intensa lluvia de esa mañana armado de ese tan oportuno instrumento. Decía don Georges que le ofreció protección a una guapa y desvalida joven que chorreaba ya de humedad y desaliento. Y Brassens escribió entonces una de sus más bellas composiciones:
"Un p'tit coin d'parapluie,
Contre un coin d'paradis:
Je n'perdais pas au change,
Pardis!"
Llovían en cascada las palabras de "Vic", pero no de la manera en que lo hacen los seres que anudan -como si de una emisora de radio se tratara- sus parlamentos sin permitirte interrumpir su doctísima intervención. "Vic" admite que matices, preguntes u opines. Se queda callada medio segundo para reflexionar y devuelve la pelota de una manera directa. Luego continúa con su conversación.
Pronto descubría que tampoco es que fuera así. Pepi y Manolo nos abandonaban para su comida dominical en familia y "Vic" y yo ocupábamos sus puestos para una charla a 2. Colegí de pronto que los ciclones y las tormentas son escenarios pasajeros en la primavera de este Madrid en que el sol no se consolida mientras que los pantanos se llenan.
No desaparecía su encanto, sin embargo. Y las palabras de los 2 encajaban en un "puzzle" de informaciones mutuas que esa mañana empezamos a jugar.
El minuto de la vida es muy intenso a veces, por eso se escapa como el agua entre los dedos. Como el agua de la lluvia de la canción de Brassens, que veía a su encantadora amiga de un rápido paseo:
"Il a fallu qu'elle me quitte,
Après d'm'avoir dit 'gran merci'
Et je l'ai vue, toute pétite,
Partir gaiment vers mon oublie".
Y si los caminos van hacia países diversos -siempre con el permiso de don Georges- uno quiere pensar que ni la lluvia ni el ciclón se fueron para siempre esa mañana de domingo en que Fernando Alonso perdía el Gran Premio.
Tampoco se iba "Vic" -espero- alegremente hacia mi olvido. Quizás porque -lo decía Borges- el olvido es la muerte. Y -al contrario que el maestro argentino- hay días en que me gustaría que esa vieja señora esperara eternamente.
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