Fue una larga estancia en el aeropuerto. Me instalo en la primera fila de sillas frente a la puerta 17. Pasa un tiempo y se sienta cerca de mí un tipo de unos 40 años que lleva un "capello" judío que le cubre la coronilla. El señor abre un libro encuadernado con pastas duras de color verde y se inclina hacia él. De pronto escucho un bisbiseo-lamentación que sólo podría proceder de él.
Al cabo de un rato, un número no inferior a 10 judíos -según me contará María Tellería el día siguiente- recitan sus oraciones junto a la cristalera que da al exterior del aeropuerto. "No pueden ser menis de 10. Y si eres judío es una descortesía negarse", me dirá María. Me aproximo a Israel desde ese punto de la vieja-nueva Europa.
El embarque es un tanto desconcertante. El caso es que, a pesar de mi vuelo de clase económica, viajo en bussines, lo que me permite ahorrarme la algarabía de la muchachada panameña que ocupa buena parte del avión. Me tomo 2 copas de un aceptable Cabernet Sauvignon que me introduce en un relativo sopor, vecino al sueño.
Lo primero que me sorprende en el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv es la presencia aislada de unos sujetos que visten de traje negro y se tocan la cabeza con un sombrero del mismo color y de ala ancha que les sienta mal a todos.
Es madrugada -las 4, hora local- y ya se ha formado tal cola frente a las ventanillas de entrada en el país que una policía, rechoncha y bajita, decide habilitar todas las garitas de acceso para todos los viajeros.
Me someto al habitual interrogatprio ante una policía femenina -lo son todas las que cubren esa función a esa hora de la noche.
- ¿Motivo de su estancia en Israel?
- Turismo.
- ¿Dónde va a pasar su tiempo?
- En Jerusalén.
- ¿Forma parte de un grupo o viaja solo?
- Viajo solo.
- ¿Va a encontrarse com alguien?
- Sí. Con una amiga.
- ¿Su nombre?
- María Tellería.
Entonces la policía sella mi pasaporte y un documento que debo entregar a la salida del control.
Mi equipaje aparece en la cinta y me dirijo a la salida. No tengo problema para encontrar un taxi. Es un tipo menudo y afable que se toca la cabeza con una visera. Antes de nada negocia el precio -220 shekels, unos 45€-. Como no sé si es correcto, acepto el precio.
Le digo el nombre del hotel. El "New Imperial", muy cerca de la puerta de Jaffa, dentro de la ciudad vieja. El taxista pone en marcha su red de contactos telefónicos, y después de 6 ó 7 llamadas me asegura que "no problem".
Pero sí lo hay. Da vueltas y vueltas por Jerusalén, rodeando las murallas, que aún en esa noche clara, aparecen impresionantes. Mi taxista no sabe inglés así que me pasa su móvil para que explique a alguien la ubicación del hotel. Aún así no da con el establecimiento. Se enfada.
- Usted no va a un hotel grande, sino a uno pequeño -observa.
Un jovencísimo soldado de patrulla por esa parte de Jerusalén le informa de la situación exacta. Le doy 250 shekels y el taxista se va feliz de concluir una tan difícil carrera.
Se trata de un hotel acogedor, con un gran sabor árabe, que no parece haber sido restaurado desde que lo inauguraron. Lo regenta una familia libanesa, en régimen de alquiler. Próximamente les van a denunciar el contrato La 18 es una habitación alargada, con una zona de estar con sofá y armario vetustos a un lado y un inúsculo cuarto de baño al otro.
Cuando deshago la maleta y me meto en la cama son ya las 6. Y mi cita con María es a las 11.
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