Los días de viaje son días de transición. Se deja atrás un determinado mundo que se encuentra encerrado -como por los muros de las ciudades antiguas- en esa misma ciudad, en el pueblo. Y con tu marcha dices un "hasta luego" que suena a "adiós" en tus oídos. No sé cuando volveré, ni siquiera si volveré. Por eso esas despedidas, siquiera abiertas a un relativamente próximo retorno, tienen un cierto sabor a nostalgia. Y, cuando le describía a mi cuñado Willy Lipperheide, en su diminuta pero bien aprovechada casa de Barcelona, que tenía la intención de pasar unos días en Jerusalén, me decía él: "Ten cuidado" y yp le contestaba que en mi actual vida eso carecía de importancia. Willy creyó que me refería a mi existencia de 12 años protegido por los escoltas, pero se equivocaba. Tomaba mi cuñado los datos objetivos y recurrentes de mi vida anterior como una explicación suficiente de mis palabras, como si le estuviera diciendo que da lo mismo un kamikaze de Hamás que una bomba de ETA. La explicación era otra, porque en realidad, no le estaba hablando de la muerte sino de la vida, de una vida sin referencias personales, sin ataduras emocionales. Vivir sin formar parte de alguien, como una vez escribió John Lecarré. ¿A quién le cambiaría la vida si no regreso? Pero no me daba tiempo ni tenía ganas de abordar esa reflexión, así que me despedía de Willy Lipperheide para recoger mi equipaje protegido en la estación de Sans.
Las estaciones y los aeropuertos -como las maletas- son los espacios privilegiados de la transición. Y la vida es un viaje. Lo decía Bergotte, un personaje proustiano de su “Rêcherche”. Ya sea un viaje interior o exterior. Y las maletas son esa parte de tu vida anterior en que preservas lo imprescindible. Claro que "lo imprescindible" varía bastante. T.E. Lawrence -el de Arabia- viajaba con un elemental hatillo por las llanuras francesas y se lavaba la ropa en los arroyos: estaba doblegando su organismo y reduciendo de forma drástica sus necesidades para afrontar la gran prueba de su vida -que solamente intuía-, el desierto. Pero hay quien viaja menos "ligero de equipaje", Georges Brassens decía en una de sus canciones que "dans l'ile dêserte il faut tout emporter".
Pero las maletas somos no, sólo lo que llevamos dentro, sino nosotros mismos. Se lo decía a Montse este fin de semana. "A veces pienso que no soy más que una maleta que huye". Y esa imagen me recordaba la última vez que tuve la oportunidad de ver la exposición de la "Dokumenta", en la ciudad alemana de Kassel. De la estación a la zoma central que alberga las obras de arte, un reguero de maletas abiertas evocaba el concepto de la vida evanescente: ropa vieja y raída, calaveras, tibias y peronés... En esas maletas entrábamos todos: Anneli, mi mujer, que escuchaba interesada mis explicaciones, fue la primera; Pilar, nuestra hija, que nos esperaba en un hospital de Bilbao, acaba de introducirse en su propia maleta-ataúd. Ahora sólo quedo yo.
Se trata de un vuelo con escala. La compañía húngara de bandera nos conduce a Budapest, antes de que algún avión de Malev Airlines nos deposite en Tel Aviv. Sobre el papel -sobre la programación del viaje- dispongo de 6 horas en la capital de Hungría.
Mi imagen del país se asocia inevitablemente al personaje de Tintin en el episodio -si no me falla la memoria- de "El secreto del Unicornio", cuando el joven periodista paga con una moneda falsa la consumición de un plato de "goulash". El camarero que arroja con displicencia la pieza de dinero sobre la mesa se parece bastante al azafato que me recibe a bordo: metro 85 y fornido, sólo le falta el bigote.
Pero recuerdo también la simpática indiferencia de "gentleman" inglés con que Rex Harrison entrega su "fair lady", Audrey Hepburn, a un avezado discíipulo suyo. Este colegirá, con sabiduría euro-oriental, que la arrabalera descendiente del alcoholizado Dolittle -¡qué apellido!- era realmente una princesa húngara.
Budapest nos recibe con lluvia y con 12 grados de temperatura. Aunque haya facturado hasta Tel Aviv, me pongo ante la cinta transportadora de equipajes. No me gustaría que me ocurriera lo de Washongton D.F., hace de esto ya muchos años, cuando mis maletas se quedaron en Nueva York y durante 3 días tuve que poner a remojo mi ropa interior y comprar una carísima camisa que a mi regreso se convertiría en trapos para la cocina. La cinta se pone en marcha a cámara lenta, como si estuviera controlada a distancia por algún fantasma redivivo de la antigua burocracia comunista. Mi maleta no está cuando para la cinta, de modo que colijo que ha sido retirada y puesta en el lugar de los equipajes en tránsito.
Son ya las 18 40 y pregunto por el tiempo que se tarda en llegar al centro de la ciudad y si puedo pagar la carrera en euros. Las 2 respuestas me desalientan. Una hora y no, tiene usted que cambiar.
No conozco el aeropuerto, de modo que concluyo que mi cerveza en alguna cafetería del centro de Budapest esperará a otra ocasión, como me decía Montse tomando carne argentina el sábado pasado en Madrid. Y tiene razón, como casi siempre: no hay que agotar, desasosegado, todas las oportunidades de la vida como si esa fuera tu última ocasión.
El control de metales del aeropuerto está bien organizado, las cestas de plástico tienen por lo menos el triple de capacidad que en España -donde no hay más remedio que cargar el peso hasta que llegue tu turno, haciendo más equilibrios que un funambulista en la cuerda floja-. Un funcionario te ayuda en la misma cinta. A simple vista parece que este es un país burocrático que se toma su tiempo para hacer las cosas, pero las hace bien.
La programación húngara de la salida de los vuelos tiene más que ver con una estructura militar que civil. Apenas son las 19 horas y ya están en pantalla las puertas de embarque de los aviones que saldrán de aquí a las 7 horas de mañana. Y cuando compruebo mi tarjeta resulta que, ya desde Madrid, a las 11'30 tenía asignada esa misma puerta, la 17. Quienes nos transformamos en "correcaminos" -a nuestro pesar- y abonados al infarto de miocardio por los largos pasillos de Barajas podemos pedir alguna diligencia adicional a las autoridades españolas, que tan celosas se muestran a veces de nuestra salud.
Mientras escribo estas notas disfruto de una cerveza nacional -húngara, por supuesto- de medio litro y que me recuerda en su temperatura las que tomaba en Alemania en mis viajes veraniegos. La temperatura de la cerveza guarda una relación directamente proporcional con los quilos. Pero ese no es un problema para mí.
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3 comentarios:
Estoy con Pizca que ha venido a ver a Maharaji que ha estado en Bilbao y de paso me ve a mí, que estoy con el fémur roto.
Te recordamos y tenemos muchas ganas de volver a verte y compartir contigo nuestros feelings.
Hasta pronto.
Por cierto, no dejes de ir al museo de Tel Aviv, es increible.
Estimado Fernando:
He extraído este texto de la página Web de Galiza-Israel que espero puedas entender. He intentado traducirlo en traducción simultánea del Google y se ha complicado la intención.
Con "EL LARGO VIAJE", Jorge Semprún rompía un longo silencio: en 1945, tras ser liberado do campo de concentración de Buchenwald, obrigado a escoller entre contar ou vivir, entre a escritura ou a vida, elixiu vivir. Con todo, durante case vinte anos, foi madurando a súa experiencia concentracionaria: como contar o inenarrable? Por fin, en 1963, publicou en Francia "A longa viaxe" (merecedor en 1964 do Premio Formentor e do Prix da Résistance): atopara o modo de escribir o longo camiño cara ao horror. Rescatamos, pois, un libro mítico e indispensable na loita do home contra o esquecemento. Corre o ano 1943. Nun angosto vagón de mercadurías precintado, cento vinte deportados cruzan as terras francesas camiño do campo de concentración. É unha viaxe claustrofóbica, vexatorio: os corpos amoreados caen de esgotamento, un perde a conta dos días que leva alí, e nin sequera sabe onde nin cando rematará. E, no entanto, ás veces, unha simple palabra que pronuncia un compañeiro esperta toda clase de recordos, apenas o único que queda neses momentos. Así, mediante saltos ao pasado, pero tamén ao futuro.
Edita: Tusquets
Creo que los soldados israelitas que mascan chicle a la vez que empuñan sus "subfusiles automáticos" esperan que nunca “jamás” se repita el Holocausto. A la vez espero que el conflicto se disipe como un vapor de verano y ocasiones débiles tormentas. No hay nada más brutal e irresponsable que aquellos que promueven las guerras.
@Antonio, has citado a la persona de mi tío Jorge Semprún que fue prisionero en el campo de concentración de Weimar-Buchenwald. La historia del Holocausto es un verdadero horror, pero no debería ser la causa de ningún otro. Un abrazol.
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