En "Golpe de suerte", la última de las películas de Woody Allen que ha llegado hasta nuestras pantallas, uno de sus protagonistas asegura que las posibilidades con las que contamos para llegar a existir, para encontrarnos entre los miles de millones de personas que poblamos este mundo que a veces nos parece tan cercano a su extinción, a golpe de cambio climático, guerras y pobreza, es de una de entre 600 millones.
Confieso mi ignorancia respecto de este cálculo, que sin duda forma parte de las ocurrencias del cineasta neoyorquino. Por la misma razón podía haber inferido Allen que la probabilidad es de una cada mil millones o de una cada diez mil billones. El rescate del nebuloso universo magmático que existe hacia atrás para ser proyectados a la vida resulta de imposible estimación por mucho que nos adscribamos a lo que yo calificaría como matemática creativa y aún mágica.
Por supuesto que existen teorías que desafían, tanto esta última idea como la aproximación del cineasta. Las filosofías orientales, por ejemplo, aseguran que antes de la vida existe algo a lo que denominan el absoluto, del que seríamos rescatados a través de la consciencia de que somos, que existimos.
Pero me interesa más que entrar en un juego como ese de las ciencias exactas o de los postulados que se contienen en las diversas formulaciones religiosas que se practican en el este de Asía o en la India, plantear una cuestión que para mí resulta capital; si tan difícil resulta llegar a ser -y desde luego que lo es-, ¿qué sentido tiene que nuestra vida deba mantener una relación tan cercana al sufrimiento?
Se trata de una pregunta que bordea el abismo del absurdo, desde luego. El sufrimiento queda asociado a la vida desde el primer instante, el del recién nacido que rechaza el inhóspito espacio exterior, expulsado del agradable recinto del vientre materno. A partir de entonces, cualquier demanda de atención para su sustento material y afectivo se expresa con lamentos y lloros, unos y otros se van modificando -¿sofisticando?- con el paso del tiempo, pero traen su causa de las mismas motivaciones. El ser humano vive siempre pendiente de la satisfacción de sus necesidades, y sufre porque siempre encuentra objetivos que están más allá de lo que ya ha conseguido.
Sri Nisargadatta Maharaj y otros lo han expresado en términos más precisos: “Una vez que llegas a saber que existes, tienes ganas de perdurar eternamente. Siempre quieres ser, existir, sobrevivir. Y así comienza la lucha”.
Eso es así, en cualquier caso. Pero esta regla general debe resultar atemperada por la necesidad que tiene una buena parte de la población de obtener lo que podríamos calificar de estadios básicos de existencia. De estos ámbitos de mínima seguridad existencial fueron privados, por ejemplo, los ciudadanos israelíes afectados por el ataque terrorista de Hamás el pasado 7 de octubre y que costó la vida a 1.200 de ellos; las más de 25.000 víctimas palestinas -hasta el momento en el que se escribe este comentario- por la respuesta del ejército de Israel, en su gran mayoría civiles, niños y mujeres; los más de 200 secuestrados por la banda terrorista; los casi 2 millones de desplazados palestinos, cuyo retorno a sus primitivos hogares se ha hecho ya imposible.
Este sufrimiento que se asienta sobre la carencia básica de las gentes por mantener un nivel de vida simplemente elemental, alcanza a cerca de 800 millones de personas que viven en situación de pobreza extrema en el mundo, las mujeres maltratadas y a las que se les niegan derechos también básicos como la educación en los países que tienen como bandera el islamismo radical militante y las obligan a ocultar en público sus rasgos faciales.
Ya comprendo que exigir la cancelación del sufrimiento, como sugiere el título de este comentario, es un desidratum que sirve poco más que lo que duran los buenos sentimientos que se nos impondrían en las épocas navideñas. Y, aunque no deba presidir la existencia humana la máxima hobbesiana según la cual el hombre es lobo para el hombre, tampoco duda el ser humano en arrasar personas y propiedades cuando conviene a sus intereses. Para evitarlo hemos creado leyes y jueces que las aplican y policías y centros penitenciarios que ejecutan sus sentencias. Pero más allá de todo eso, cuando la ley de la selva se aplica en ausencia de la norma, cuando las disposiciones son dictadas por sátrapas, o cuando nos internamos en la confusa zona gris en la que no sabemos distinguir entre lo que está permitido y lo que ha sido declarado prohibido, la injusticia avanza y el sufrimiento constituye su corolario.
Habrá que convenir que no existe la más mínima esperanza de resolver la ecuación entre la felicidad y el sufrimiento de manera favorable a la primera de ambas posibilidades. Quizás debamos entonces consolarnos aplicando la idea guía que Toynbee adjudicaba a las civilizaciones en su "Estudio de la Historia", según la cual las diferentes culturas se desarrollan cuando superan los retos que se les presentan o se extinguen y desaparecen cuando son incapaces de hacerles frente. El hombre, entonces, al igual que los grupos en los que se integra, vive en el afán cotidiano de vencer las dificultades. Y no sólo -aunque también- para ser feliz, a veces únicamente para sobrevivir. Ya lo decía Juan Luis Guerra en una de sus canciones, "los que viven son sobrevivientes".
Sobrevivientes, vencedores -o derrotados- en los retos, felices o sufridores, o todas esas posibilidades al mismo tiempo, el ser humano tiene derecho a la alegría básica de la evitación del dolor, esa mochila con la que nacemos y vivimos, que algunos nos hacen más pesada y algunos otros más descansada. En estos últimos reside la esperanza, si no de la cancelación del sufrimiento, al menos de su conllevancia.
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