Renunciemos a explicar lo que está ocurriendo en España. Nos sobran entonces los politólogos y los sociólogos, los periodistas y los más sesudos académicos. Prescindamos de leer las crónicas que nos asaltan todas las mañanas en los diarios convencionales y en los digitales. Para comprender lo que le pasa a España basta con oler España, de la misma manera a como lo hacemos con cualquier organismo. Debería ser suficiente con aproximarse a él, con sentirlo.
Emite España un poderoso olor a descomposición. Víctima de un proceso gangrenoso, diagnosticado pero que nadie se ha tomado la molestia de tratar, nuestro país despide un fétido aroma a pestilencia que a nadie le debería pasar inadvertido. Confluyen en él muchos años -décadas, incluso- de complacencia por el éxito de nuestro proceso de transición democrática, sin advertir que al mismo tiempo había quienes se empeñaban en derruir buena parte de los fundamentos del sistema: la independencia del poder judicial, para empezar. Pero también la permanencia de un sistema electoral que ponía los asuntos comunes en manos de quienes no comparten la propia idea de comunidad nacional, antes bien, que estaban en lo que siguen estando, en derribar la misma idea de España en los territorios por ellos gobernados. Ítem más, en las listas cerradas y bloqueadas que hacen de los parlamentos unas instituciones dominadas por un reducido grupo de líderes a quienes se jalea en los días de las sesiones de control y en los otros.
Hiede España con ese olor tumefacto que provocan el capitalismo de amiguetes, el abandono de la meritocracia y el abrazo a los afines, el enriquecimiento vertiginoso y el latrocinio sobre lo público. Desprende una tufarada a ciudadanía despreocupada respecto de las cuestiones que le son propias y desinteresada de su participación en la tarea de conservar y entregar la democracia a la siguiente generación. Por no referirse a las élites, que no están ni se les espera por ninguna parte.
Y no. No ha sido Sánchez el único responsable del mal olor que exhala el organismo nacional, aunque -todo habrá que decirlo- es de los pocos que se complacen en ajustar las piezas del Frankenstein sin comprender -o sí- entre tanto que el cuerpo es ya una suma de componentes muertos y que ya nada de vida cabe extraer de ellos que no sea su ticket de prolongación en el hotel de 5 estrellas al que han puesto por nombre “complejo de la Moncloa”.
Me resisto a sumar nombres y apellidos a la gloriosa lista de los responsables de este destrozo. Seguro que cualquiera de ustedes será capaz de allegarlos. Pero en este capítulo que se escribe hoy, una vez que el parlamento ha convalidado dos de los tres Reales Decretos presentados por el gobierno, cabe reflejar a tres protagonistas, dos de los cuales se han declarado a sí mismos incompetentes para asumir tareas de responsabilidad para lo porvenir.
Empezaré por la más irrelevante, Yolanda Díaz. La vicepresidenta, autora principal del estropicio consistente en el ninguneo y aislamiento de Podemos, ha declarado que "es muy difícil gobernar así". Más difícil será seguramente pensar en que los 5 podemitas iban a continuar manteniendo la mansedumbre del escaso pesebre que les había reservado la gallega. ¿No tenía siquiera en su mano alguna secretaría de estado de menor importancia -y de roto menos dañino que el infringido con la ley del "sólo sí es si"?-. En todo caso me es igual, ya decía Napoleón que "si el enemigo -perdón, el rival- se equivoca, no lo distraigas".
Más me preocupa la segunda declaración de incompetencia que tuvimos la oportunidad de escuchar en la noche de autos, la de Alberto Núñez Feijóo: "Si lo hubiera sabido, no me hubiese (sic) dedicado a la política ". Llegado desde la domesticada Galicia a la máquina de picar carne que es Madrid, el orensano no ha encontrado su sitio, no cabe encontrar en él otra estrategia que la de sustituir al actual presidente, ha seleccionado al más incompetente de los equipos posibles, no sabe qué hacer con Vox, y cuando se le produce una crisis… simplemente le estalla. Más le valdría empujar alguna de las puertas giratorias que aún le quedan y desaparecer de la escena.
Quedan aún los inevitables corpúsculos que acompañan a todos los procesos de descomposición orgánica. Se trata de los nacionalistas, empezando desde luego con los xenófobos -racistas y supremacistas- que forman la hueste del prófugo Puigdemont, pero no sólo éstos. Se les observa como hienas que se complacen en el hedor del cadáver a plazo fijo de lo que fue España y hoy habría que rebautizar de Expaña. Hunden con delectación sus fauces sobre músculos exánimes y muñones apenas unidos a un tronco común, inconscientes quizás de que el único sustento que les queda es ése, y que sin él sólo les resta servir de plato a otros, más radicales en sus posiciones extremistas que ellos, que haberlos haylos.
Y llegados aquí, ¿no existe nadie que resuelva el desastre, alguien que mande parar? No lo es el Rey, desde luego, porque carece de atribuciones constitucionales. Tampoco lo hará la UE, ya se nota el escaso interés que ha puesto el comisario Reynders ante el insólito encargo que le ha formulado el PP -otro más- para que medie en el desbloqueo del CGPJ. Quizás venga del propio PSOE -¿Page?- que esté dispuesto de una vez por todas de pasar de las palabras a los hechos.
Entretanto no se inquieten ustedes demasiado. Cobrarán sus pensiones, ajustadas ahora al IPC, aunque los jóvenes no puedan siquiera soñar con ellas; harán sus compras en temporada de rebajas, aunque la inflación ha disparado los precios de referencia; podrán disfrutar de apetitosos menús del día en restaurantes y de apurar alguna que otra caña en los bares, aunque deberán pagar más por lo mismo. Otra cosa será la calidad de los servicios públicos en una administración que ha engordado tanto que hasta ha dejado de proporcionarlos. Y de la España del turismo y de la fiesta... tampoco existe desenganche posible, aunque con 45⁰ de temperatura serán sólo algunos osados valientes los que se atrevan a visitarnos; lo mismo da, ha nevado en Navacerrada y hace frío, el verano se antoja hoy por hoy lejano.
A España no es preciso explicarla, basta con sentirla, con olerla. ¿No percibe usted una vaga pestilencia a cieno como el que se dice que desprendían los antiguos cementerios?
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