No hace mucho tiempo, un periodista de "El Imparcial" me entrevistaba para contrastar mi presunta experiencia como integrante de eso que se ha llamado la "diáspora vasca", un término que se utiliza para describir a quienes debieron abandonar sus domicilios en aquel territorio para afincarse en otros lugares de España. En puridad, yo no me considero miembro de ese grupo, y así se lo dije a mi entrevistador. Mi salida de Bilbao se produjo como consecuencia de la extinción en esa época de la familia que había constituido y del agotamiento que en mi opinión se había producido del proyecto político al que había contribuido desde el año 1982 en torno al Partido Popular.
Al término de esa entrevista, el autor del trabajo me contó que tenía la intención de entrevistar a Jaime Larrínaga, ese cura bueno, esa magnífica persona, que ha atravesado el curso de la vida armado siempre de la buena fe y del cariño hacia los demás, sin que de él brotaran expresiones de desaliento o críticas hacia quienes han empedrado con dificultades de todo tipo su devenir por este difícil mundo en que vivimos. En especial el del País Vasco y, de manera muy señalada, cuando se ostenta la doble condición de sacerdote y no nacionalista.
Conocí a Jaime en una cena en casa de unos amigos. El religioso nos hablaría de la existencia del Foro El Salvador, que él presidía, creado en el año 1999. De su propósito fundacional constituyen inequívoco testimonio las siguientes palabras:
“Como cristianos y personas libres, nos sentimos alarmados por la grave hegemonía del nacionalismo en la Iglesia vasca y el uso perverso que hoy se hace de la doctrina de la caridad y del perdón para amparar al nacionalismo de ETA y a sus cómplices políticos. Lamentamos lo desatendidos que hoy se encuentran por nuestra Iglesia los fieles que no son de ideología nacionalista y las propias víctimas del terrorismo. Y reclamamos con urgencia de esa misma Iglesia, a la que pertenecemos, un discurso que por fin concilie los valores cristianos con los derechos ciudadanos”.
La vinculación entre la iglesia católica vasca y el nacionalismo es de ‘longa data’. No en vano el PNV, que no ocultaba sus orígenes carlistas, exhibió -y aún lo hace en la actualidad- su reclamación del "Jaungoikoa eta Lege Zarrak" (Dios y Leyes Viejas). Y un partido puede reclamarse con las referencias que quiera, siempre que en su práctica no utilice métodos ilegales (lo que, por cierto, no era el caso de los antecesores ideológicos de don Sabino Arana, los carlistas). Otra cosa es el sectarismo de esa misma capilla religiosa que expulsa de su seno a quienes tienen la osadía de no compartir sus postulados.
Y ése ha sido el caso de Jaime. Párroco de Maruri en Vizcaya (una localidad que no suma ni siquiera los 1.000 habitantes), este sacerdote recibiría amenazas escritas en papel timbrado del ayuntamiento y firmadas por munícipes de ese consistorio, conminando -a él y al episcopado responsable- a que abandonara ese cometido.
Fue entonces cuando circularía la consigna del apoyo a Jaime, asistiendo a sus celebraciones dominicales, a las que sus feligreses, por miedo o por militancia de facción, ya no asistían. Se trataba de un singular gesto, ya que la mayoría de los asistentes que llenaban su iglesia estaban muy alejados de las prácticas religiosas y aún de las creencias que allí se defendían. Jaime sería entonces una especie de "cura de los ateos".
Escandalizado entonces por la gestión que de ese asunto hacía la diócesis, y conocedor de la cercanía que con la conferencia episcopal mantenía mi primo Alfonso Zunzunegui (q.e.p.d.), le hice ver la injusticia que se estaba cometiendo con Jaime. Alfonso me prometió que se interesaría por el asunto. Poco tiempo después me informaba de que no había advertido un excesivo interés por parte de sus interlocutores.
Pero antes de aquella fallida intentona, ocurría que mi primera mujer quiso que nuestra hija Eugenia recibiera la primera comunión. El hospital en el que ella vivió toda su vida disponía de un capellán, pero se trataba de un hombre, sin duda superado por las urgencias administrativas sacramentales, que había adquirido unos hábitos de índole burocrática que le desviaban un tanto de la profundidad emocional que debería acompañar este tipo de prácticas. Además a Eugenia no le caía bien este religioso, de modo que no quedaba otra solución que encontrar otra alternativa.
Se daba el caso de que a Eugenia le encantaba oír hablar en euskera, una circunstancia que no tenía mucho que ver con sus orígenes familiares, porque ni la estirpe materna ni la paterna disponían de vascoparlantes. Había, eso sí, una encantadora enfermera, Begoña -Iseko Begoña- que desde su encanto natural le chapurreaba expresiones en vascuence que la niña recibía desde la más cálida de sus sonrisas.
Fue entonces cuando pensé en Jaime. A mi mujer le pareció bien y concertamos una visita de este sacerdote al hospital. El encuentro resultó más que grato, y es que -he sostenido siempre- que las buenas personas se atraen entre sí por lo mismo que se refractan respecto de las malas: el encantamiento entre Eugenia y Jaime, en medio de expresiones dichas en lengua vasca, se había producido.
Y llegaría el día. Nada, ningún signo externo, hacía presagiar que aquella sala de la unidad de intensivos pediátricos se iba a transformar en una especie de capilla católica. Fuimos muy pocos los familiares presentes, pero muchas enfermeras y médicos nos rodearon, atentos al desarrollo de la básica ceremonia. Y al igual que en su parroquia de Maruri, Jaime administraba la fe hacia un rebaño descreído, cuando no ateo o agnóstico. Mirando hacia atrás, en algún momento creí entrever a una especie de Espíritu Santo, en forma de paloma con la que lo han representado los pintores, sobrevolando sobre los asistentes.
Frecuenté después en muchas ocasiones a Jaime. Y recuerdo sus palabras en la misa que ofició este hombre bueno en memoria de Anneli, la madre de Eugenia y mi primera mujer, fallecida un día del final de noviembre, "Ella está ya viviendo la Navidad". Esas fiestas que nos han sido arrebatadas en el recuerdo de los que se han ido, en los niños que un día fuimos, en los que también nos dejaron…
Y Jaime sigue rotando entre el País Vasco y Madrid, hablando con Dios en euskera y sin ningún resquemor ni crítica hacia quienes, desde la desidia o el enfrentamiento, le han hecho la vida tan difícil. Quizás cuando le llegue el día -cuanto más tarde mejor- no exista nadie que promueva un proceso de beatificación. No hace falta seguramente, pero aquella mañana en un hospital, perdido en el incesante tráfico de enfermeras y médicos, entre respiradores y aparatos de precisión, había un hombre y una niña que consiguieron convocar al mismo Dios, y hacernos creer, al menos por un momento, que la vida no acaba en las penalidades que sobrellevamos y que el premio de nuestros sinsabores de hoy está en el reencuentro con las personas que nos quisieron y a las que quisimos.
2 comentarios:
Gran artículo y magnifica persona. Enhorabuena un abrazo.
Una gran persona Jaime Larrínaga, al que honra este artículo. Fué profesor mío en el instituto y tuve ocasión de encontrarme con él cuando ya, por desgracia, llevaba escolta. Departimos brevemente -me asombró que se acordara de mí- y pude transmitirle mi apoyo en aquellos momentos en los que estaba amenazado por ETA.
Es bonito comprobar que hay mucha más gente que le considera lo que es: una gran persona.
Enhorabuena por el artículo
Publicar un comentario