Se cuenta que, cuando se produjo la guerra de Yom Kippur, en octubre de 1978, Leonard Cohen, que se encontraba entonces en la isla griega de Hydra, viajaría a Tel Aviv con el propósito de ofrecerse como voluntario en un kibutz. La mayoría de los hombres habían sido movilizados para el combate y quizás en aquellas unidades productivas podría resultar útil. En lugar de eso le propusieron viajar al Sinaí para alegrar a los soldados.
Es más que probable que el poeta no tuviera muchas dudas de que sus canciones escasamente servirían para animar a los contendientes israelíes. Nos podríamos imaginar a un Bob Hope contando chistes a los militares americanos o a Marta Sánchez cantando a las tropas españolas. El contraste de éstos con las prestaciones del cantautor canadiense adquiere desde luego una proporción abismal.
Hacia allá se fue, en todo caso, Cohen. Fue después de su primera actuación cuando encontraría un rincón relativamente tranquilo y en un pedazo de papel escribió la letra de lo que más tarde se convertiría en una de sus canciones más populares, y que se encuentra en su álbum "New Skin for the Old Ceremony", publicado en 1974.
Esa es la breve historia que sobrevuela la composición del cantante. Pero la canción habla por sí misma, y no constituye precisamente una llamada a la guerra, sino más bien un diálogo entre el hijo y el padre, entre lo creado y su creador, entre el hombre y Dios.
Empieza diciendo, "le pedí a mi padre, padre, cámbiame de nombre; el mío está sepultado por el miedo, la porquería y la vergüenza". El paso del tiempo le ha avejentado la piel, y la quiere entonces nueva, limpia, dispuesta para la nueva ceremonia como sugería Cohen en el título genérico de su disco.
Y el padre, que le declara su amor permanente, le pide que vuelva a él. E informa a su hijo que le confinó en ese cuerpo, lo que quiere decir que le sometía a una especie de juicio. Y añade: puedes usarlo como un arma o para provocar la sonrisa de una mujer.
El padre-creador le hace ver a su hijo que la libertad es la circunstancia intrínseca de la vida. Y le informa de los límites en los que se puede mover: el amor o la guerra, o ambas situaciones a la vez, quizás. Y le pide nuevamente que regrese a él, las dudas que se le plantean, sus quejas, perderán sin duda buena parte de su carga agresiva cuando los dos se reúnan nuevamente.
Pero el hombre se resiste, y vuelve a formular su exigencia. Llega ahora a articularla en un grito desencajado: "Entonces, déjame empezar de nuevo, por favor. Necesito un rostro que esta vez sea justo, quiero un espíritu en calma". Ya no está disponible para la lucha, necesita de reposo, de tranquilidad. Y quiere una cara que le haga justicia a ese nuevo ánimo.
Pero Dios rebate a su creación: "Yo nunca me puse de lado", le informa. "No me alejé de ti. Fuiste tú el que construyó el templo, tú fuiste el que me cubrió la cara".
En esa expresión cabe advertir un reproche a los hombres que han fabricado una religión que distancia a los hijos de su padre. Las iglesias -las sinagogas- se diría que alejan, más que aproximan, a Dios de los seres humanos; y además nos informa de que cubrimos su cara, no para protegerla con el sudario, sino para ocultar el verdadero rostro divino, sus intenciones reales, de modo que no intervengan éstas en nuestra vida cotidiana, en las decisiones que adoptamos. Dios habría sido sustituido por una exclusiva clase de hombres que administran su esencia y sus indicaciones. Pero -insiste- regresa a mí.
En la interpretación que hizo Leonard Cohen de este tema en Dublin, en septiembre de 2014, añadiría los siguientes versos: Puedes venir hacia mí en la felicidad/O puedes llegar a mí en la aflicción/Puedes venir a mí desde tu más profunda fe/O puedes llegar a mí en la incredulidad.
El estado de ánimo, le -nos- dice, no es sino una situación adjetiva, lo mismo ocurre con la distancia o la proximidad de nuestra fe... el padre siempre estará ahí, como una referencia, como un auxilio, como una respuesta.
Los versos finales se dirigen hacia el espectador: que el espíritu de esta canción se alce puro y libre, que se transforme en un escudo para ti y en contra de tu enemigo, afirma. Algunos han pretendido observar en esas palabras una reivindicación de la ofensiva israelí. Yo no lo tendría tan claro. En ese diálogo, que es una suma de reproches entre la instancia originaria y el ser humano (anticipadoras por cierto del encuentro entre Tyrell y Roy, en el Blade Runner de Ridley Scott, estrenada en el año 1982), sobraría la referencia bélica; a lo que sería preciso añadir que un escudo constituye una defensa, y resulta bastante inútil como instrumento de ataque.
Las guerras no se ganan con utensilios de protección. Y si no que lo diga el ejército de Israel en la devastadora campaña de represalia por la bárbara agresión de Hamás que está impulsando en Gaza. Lo sabía Cohen, lo conocemos de sobra todos.
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