En el concierto que Paul Simon y Art Garfunkel ofrecieron en el Central Park de Nueva York, en el año 1981 -un acontecimiento que congregó a medio millón de personas- una de las canciones que interpretaron -era una de las más características de su repertorio- fue "The Boxer".
Cuenta -lo dice Anje Ribera- el devenir en Nueva York de un joven que abandona su mundo rural con la esperanza de triunfar entre las doce cuerdas. No le ocurre así, y pronto se ve sumido en el hoyo de la pobreza y el desamparo. Pero todo era una simple metáfora, porque en realidad la balada es autobiográfica. Paul Simon, que dijo haberse inspirado en la Biblia, escondía sus propias experiencias en la figura de un púgil que se pelea con el mundo, recibiendo y dando golpes para sobrevivir, sumido en su soledad y superado por el miedo.
En esa interpretación, el dúo introdujo una coda a la canción que no se encuentra en la versión primitiva. Recitaron entonces "After changes upon changes, we are more or less the same".
La vida produce, en efecto, cambios que se superponen los unos encima de los otros. Y cabe preguntarse si esas modificaciones sobrevenidas en nuestras existencias nos han cambiado, o si, en realidad, seguimos siendo los mismos, más o menos, como aseguran los citados cantantes.
Yo no afirmaría con la misma rotundidad que esas toneladas de tierra y escombros -también ese depósito de felicidad- que la vida nos ofrece, no nos cambie en alguna medida. Y recuerdo -podrían evocarse muchos otros casos- una fotografía familiar, por ejemplo. Está tomada en los años 60 del pasado siglo. El retratista quería hacer una composición artística, y para eso pretendía incorporar una idea de movimiento a la estirpe. Por supuesto que ésta no figuraba al completo (el padre era de la opinión de que una instantánea era la "tumba de un momento", de modo que excluía su presencia en aquel testimonio que, tiempo después, todos los hermanos expondrían, a pesar de sus consecuentes discrepancias y aún rupturas, en los salones de sus casas).
En el centro de la imagen, el grupo familiar avanzando hacia la cámara, figura entonces la madre. No padece, por lo tanto, la representación del grupo: recordemos que en muchas culturas -incluidas la de alguna región de España- la mujer es el fundamento de la prole, su principal referencia.
A su lado, y figurando en la foto según el estricto orden de su nacimiento, aparecen sus hijos. Uno de ellos, de pantalón corto, como sus hermanos menores, pero no como los mayores, camina sobre unas wambas -aquellas zapatillas que se usaban entonces y que el transcurso de los veranos volvía inservibles-. Tiene un gesto alegre, como si el mundo fuera un terreno a conquistar. Algún amigo le diría, años más tarde: "El más sonriente de todos los hermanos".
¿Qué fue de él? ¿Es ahora, quizás 60 años más tarde, "más o menos el mismo"?
Tengo mis dudas. El caso es que le ha pasado una vida por encima, como en la canción de Simon y Garfunkel. Su andar de hoy es vacilante, por si alguna escalera o hendidura en el asfalto le hiciera perder el equilibrio. Ha perdido el pelo, así como buena parte de la profundidad de su visión; y padece, más que goteras, una inundación que, por el momento, no le impide hacer una vida relativamente normal, dadas las circunstancias.
En el camino hay un intento temprano de abandono, basado en el olvido y la desatención. Por suerte, en éste como en otros casos a lo largo de su vida, siempre ha habido gentes que han acudido a su rescate. Y tienen todos nombres de mujer. Pilar, Ana, Victoria...
También le ocurrió que una de sus salvadoras no pudo con su propia existencia y decidió dar un paso atrás. Ahí quedaba una niña que fue mujer sin abandonar del todo su infancia. Y en esa maternidad sin hogar, en esos abrazos sin brazos que le dieran calor, en ese mar de mareas y galernas zozobraría -y se hundiría finalmente- ella.
Era difícil la viudedad, acaso la muerte de una hija lo fuera más. Sin duda que -como ocurre en el circo, el triple salto mortal- más difícil aún es quedarse solo con 50 años. "Podría ir a Dharamsala a asesorar al Dalai-Lama”, piensa entonces ese niño que ya ha entrado en la madurez a través del dolor, y no sólo de los años.
Pero la vida no se resuelve nunca en una competición de sufrimientos varios. María -amiga, hija de una prima segunda- le llevó a Jerusalén poco después del fallecimiento de su hija. En una conversación con uno de sus amigos surgió el comentario de un noviazgo que debían vivir a través de Internet una chica palestina y un muchacho israelí, por causa de las limitaciones de contacto que se les imponían. Él debió de hacer un gesto en el que se combinaba la contrariedad con el estupor. Una señora, sentada en una silla de ruedas, que apenas sí podía aventurarse con los estrechos peldaños de su casa, situada en la parte vieja de esa antigua ciudad, fue consciente de lo que había detrás de aquella expresión.
- ¿Lo ve usted? Siempre hay que mirar en la dirección de los que están peor que nosotros.
Pero no es eso lo que hace el común de la gente. Para ellos, como dice la canción, “las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”.
Y ese muchacho de pantalón corto y la sonrisa en ristre podría contar también su vida de limitación y estrechamiento de su libertad, debido a su compromiso político; sus apesadumbrados pasos detrás de los cadáveres de sus compañeros de partido y de otros partidos; de historias de escoltas; de reivindicaciones de atentados y de la desidia, cuando no de la complacencia, de otros.
¿Le ha resbalando todo esto al chico de este relato, como las gotas de lluvia sobre un tejido impermeable? La respuesta más probable a esta pregunta es que no. Esas paladas de sucesivas desgracias se han ido sedimentando en el interior de su organismo, somatizadas en desórdenes gástricos que le provocaron, primero, una hernia de hiato, que después se convertiría en un esófago de Barret, un tumor, que le conducía a una agresiva intervención quirúrgica de la que salía indemne…
Pero esto ocurría en lo que podríamos calificar de su tercer rescate, el que llevaría el premonitorio nombre de Victoria. Algo así como la última oportunidad. Se trataba de una mujer positiva y que luchaba contra la posible melancolía que avanzaba sobre él con una determinación que bien merecía quedar inscrita en el libro dé récords Guiness. Le envolvió en su halo protector y se convirtió en su brazo, su vista, sus piernas... le entregó todo lo que tenía, sin poner límite a su generosidad, haciendo buena la oración del de Asís: "Cuando abandones esta vida sólo te llevarás lo que has dado".
Fue entonces cuando su sonrisa volvió a parecerse a la del muchacho que cogía de sus manos las de sus hermanos. Ya no se descomponía en una mueca. Recuperó la serenidad y, con ella, el impulso y la iniciativa. Cualquier nuevo vaivén que le aconteciera quedaría mitigado por la carrocería del "nosotros". Se parecía a una escena de la película de Truffaut, creo que "Domicilio conyugal", cuando el personaje interpretado por Jean-Pierre Léaud intenta vanamente untar un biscote con mantequilla, y se le rompe siempre. Entonces su novia hace reposar la tostada sobre otra y ya puede conseguirlo: una rebanada es frágil, dos adquieren consistencia.
Aun subsistiendo, sin embargo, las desazones que dejaba atrás; los viejos recuerdos de su ciudad natal que para él constituían una especie de vida anterior, como si se hubiera operado en él algo parecido a una reencarnación. Y es que esa ciudad y sus gentes quedaban tan lejos que se diría que para él sólo fueran un sueño, una pesadilla, incluso.
Y se unían a ese confuso dormitar que proporcionan, las cabezadas de las madrugadas, la profunda decepción que la deriva política de su país estaba experimentando. Buena parte de las causas por las que él había combatido se evaporaban como el aire como consecuencia de la gestión de los irresponsables gobernantes -a cuál más incompetente o ávido de poder-. Y en esos momentos de frustración aún podía él encontrar el refugio de Victoria, un reducto al que los embates de esa desahuciada política no eran capaces todavía de vulnerar.
La vida de cada uno de nosotros es muy corta, y es muy pequeña en comparación con las de los miles de millones de seres humanos que atravesamos este mundo; se parecen a gotas de agua que devoran los océanos. Pero si contamos con la suerte de dividir esa gota en un par -o más- de minúsculos fragmentos, tendremos la oportunidad de vivir dos o tres vidas, todas ellas repletas de diferentes experiencias, acompañados de gentes distintas, en ciudades tan extrañas entre sí que nadie diría que pertenecen al mismo país o que se sitúan en el mismo continente. Una sola vida, entonces, pueden ser unas cuantas.
¿Somos más o menos los mismos? Eso aseguraban Simon y Garfunkel en Central Park hace ahora más de 40 años. Sin embargo, ellos mismos habían experimentado el trauma de su separación 10 años antes. La rivalidad se impuso a la integración de uno de los dúos mejores de la historia de la música. Quizás entonces quisieron contar a sus oyentes que todo seguía igual, entre ellos y su público. Pero no era así. Cada uno se fue con sus canciones a otros lugares y ya no serían los mismos. Igual que nosotros, de la misma manera que el chico que avanzaba, junto a su madre y sus hermanos por el jardín de su casa de veraneo.
Así es, según creo, pero no dejarían de tener cierta razón, Paul y Art, cuando decían en esa misma canción que el luchador permanece todavía, siempre en el combate.
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