Hay un vértigo en la política española por el que se diría que los acontecimientos que se produjeron en el día de ayer se situarían en los arcanos de nuestra historia; y sus protagonistas --buenos, malos o indiferentes- sólo tuvieran que abrir el paraguas y esperar a que escampe. Claro que son muchas veces ellos mismos quienes parece que gobiernan -cuando no aprovechan- también sobre los elementos y arrojan sobre el escenario público novedades que desplazan en el interés a las que les resultan adversas.
A Nicolás le han expulsado -o le han abierto un expediente, lo que en términos partidistas constituye sólo un obligado precedente- del PSOE. Y no es que Nicolás haya mudado en las posiciones que defendía desde antiguo, que son básicamente las mismas. Le han señalado la dirección de la puerta de la calle porque son los expulsantes quienes "han cambiado de opinión"; puestos en la tesitura entre elegir entre el ejercicio del poder o el mantenimiento de las convicciones, la dirección socialista ha preferido aquélla antes que ésta.
Vivimos malos tiempos los que nos aferramos -como lo hace Nicolás- a las convicciones, a condición desde luego de que no seamos nacionalistas y nuestro peso político, siquiera escaso, esté representado en ese patio de monipodio en el que se ha convertido el Congreso de los Diputados, donde se truecan almas por poltronas, y la única idea motora consiste en aguantar -resistir- unas semanas, unos meses, quizás unos años, en el ejercicio del poder.
Y Nicolás no es de esos a quienes el poder, su ejercicio y disfrute, le nublan el entendimiento. Ya lo abandonó cuando, en el año 1998, los atemorizados nacionalistas -los violentos y los presuntos demócratas- suscribieron el Pacto de Estella ante el auge de la marea constitucionalista que emergía en España después del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Nicolás sería entonces consciente de que, sometido a presión, el PNV siempre escogía la huida hacia adelante como solución, y que ese partido formaba más parte del problema que de su remedio.
Sentado en su coche en la autopista Bilbao-Behovia junto con el muñidor de todos los acuerdos y desacordes, Rodolfo Ares, ordenaría Nicolás la ruptura del pacto con el partido de Arzallus. No pasaría mucho tiempo para el abrazo del Kursaal entre él y Jaime Mayor para el desalojo democrático del poder de los nacionalistas.
Y ese gesto no sería del sectario gusto de los socialistas. Apenas unas horas después de que PP y PSOE no conseguían vencer en las elecciones autonómicas al nacionalismo, ya estaba preparada la cama en la que yacería el cadáver político de Nicolás, a quien sustituía el hijo del amigo de su padre, Lalo López Albizu, ese Patxi al que la madre de Joseba Pagaza espetaría una frase lapidaria: "Harás cosas que nos helarán la sangre". Y, en efecto, en eso sigue.
Pero Nicolás continuaría aferrado al seguro timón de sus convicciones, sin hacer mudanza de partido, aunque su partido había cambiado, y mucho además. Avanzaba hacia un mercado persa en el que 7 votos sólo para la investidura -eso ha asegurado el prófugo- constituyen un precio adecuado para comprar a los secesionistas su mendaz relato de la historia -la pasada y la reciente-, y conceder el perdón y el olvido a quienes organizaron un "posmoderno" -en expresión de un importante grupo de diplomáticos- golpe de estado.
Quizás Nicolás no intuyera que todo eso estaba por suceder, aunque también le pudiera ocurrir -como a tantos otros- que le venza la perplejidad de hoy a la que sólo sustituirá la de lo que vendrá mañana. Un asombro que se une inevitablemente a la observación de cómo miles de ciudadanos se concentran en defensa de la igualdad ante la sede del partido que ha sido el paladín de esa causa.
La reclamación de una España de ciudadanos libres e iguales ya no puede resultar objeto de exclusiva reivindicación por este PSOE, en el caso de que lo pudiera reclamar un partido que -como muchas formaciones de la izquierda- se han situado en el terreno de las identidades específicas, esas que se refieren a las partes que componen la sociedad y no a la gente en su conjunto. Y habrá que decir que, llegados a este punto, ya no se sabe muy bien qué es lo que une a un vasco y a un andaluz, a un gallego y a un catalán, más allá de un carnet, la esperanza o el cobro de una pensión de jubilación o -acaso- la efímera celebración de una victoria deportiva.
Y Nicolás sigue en eso, inasequible a la postración. Generoso, como cuando en el Parlamento Vasco, el lehendakari Ibarretxe poco menos que me acusó de proto-fascista por recordar la expresión que Unamuno dedicó en Salamanca a los falangistas en el año 1936. "Venceréis, pero no convenceréis", les diría el profesor bilbaino. Nicolás tuvo a bien entonces recordar mi pasado antifranquista. Por cierto, mis compañeros de bancada del PP nada habían objetado. Así era Nicolás, y así sigue siendo.
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