Era un hombre de los de antes. Adusto y severo, el gesto siempre torcido, como si le acabaran de dar una mala noticia. Apenas reía, pero las raras veces en que la alegría se apoderaba de él, dejaba al descubierto una muela de oro, circunstancia tal que quizás le aconsejara limitar en todo lo posible sus escasas expansiones de diversión.
El hombre de nuestro relato no era por lo tanto persona proclive a los festejos ,y cuando la ciudad en la que vivía se engalanaba para conmemorar alguna efeméride y un recinto de la urbe se llenaba de puestos de feriantes y de atracciones diversas, se hacía acompañar de su numerosa muchachada, y observando las atentas expresiones de sus hijos les espetaba, casi como una orden: "Podéis subir donde queráis". Formulaba él así una especie de esparcimiento por decreto, casi como una ancestral costumbre, como quien sabe que el periódico del día va con el café del desayuno y los días de labor toca acudir a la oficina. Y sus vástagos, que iban con él sin convicción y con extrañeza por la inusual invitación, agotarían sus actividades festivas en apenas dos o tres barracas, antes de manifestar que sus afanes -escasos- habían quedado satisfechos, que era cuando nuestro personaje, cumplida su obligación, respiraba tranquilo, encantado de volver a sus libros en la siempre placentera quietud de su salón familiar.
La familia que creaba nuestro protagonista era, como se ha dicho, numerosa. Heredaba también una familia amplia por el lado paterno y el de su madre. Y conviene a nuestro relato dedicar atención a este último. Tenía su madre un hermano que, situado en una buena posición económica, gracias a una importante herencia, había frecuentado eso que su sobrino -objeto de este relato- llamaba las “chicas guapas", esto es, las que otros describían como las mujeres que te atienden en locales reservados para hombres y "te tratan de tú", que era la manera indirecta de mencionar los lupanares.
En estos tugurios del más allá de la ciudad habitual a la frecuentación del público burgués, debió conocer el tío de nuestra historia a una bella joven de origen gallego, de cuyo trato surgió, en él el amor, y en ella la posibilidad de abandonar el ejercicio de la profesión más antigua del mundo.
Casó la pareja en una ceremonia cuasi clandestina y vivió de las rentas aportadas por el tío del grave señor de nuestro cuento en un piso relativamente alejado del centro urbano, al que acudía su sobrino con alguno de sus hijos con motivo de algún partido de fútbol que retransmitían por televisión, en tanto que la dueña suministraba a los chicos el entonces acostumbrado bocadillo de chocolate.
Había una cierta diferencia de edad entre los cónyuges, de modo que fallecía el tío antes que ella, quedando ésta en la vivienda de ambos, administrando con austeridad los recursos que había recibido en herencia.
Y el tiempo se cernía sobre ella como en la pascua de Góngora, y el diente que se le quedaba "sepultado en unas natas". Esa mujer que había encandilado a sus clientes, hasta el punto de que uno de ellos perdiera la cabeza y la llevara hasta el altar, ya no era más que una vaga sombra de lo que fue. La vejez se confabularía en ella con la depresión, y ésta la corregía entonces con la más desaforada adicción a la ingesta de dulces. Su nevera estaba poblada de tabletas de chocolate y su despensa plagada de galletas de mantequilla y si salía a la calle sólo era para adquirir pasteles: carolinas de profuso merengue, tartas de arroz y pasteles rusos.
En la sobria gestión de sus recursos que ella practicaba no cabía la ayuda exterior. Como una especie de "Juan Palomo" ella se bastaba para todo. Tampoco había conocido mayor vida social que las eventuales visitas de su sobrino, y sus antiguas amigas del oficio habían sido oportunamente clausuradas como estorbo para su nueva vida. Sólo la consolaba la asistencia a los servicios religiosos y la ayuda de un contable que, conocedor de su soledad, sobrepasaba un tanto su cometido financiero para preocuparse de otros ámbitos de la vida práctica de su clienta.
El exceso de glucosa en la sangre y la dificultad de su eliminación producen una enfermedad recurrente que es la diabetes, y ésta se pone de manifiesto en los ataques de corazón. Y esto fue lo que aconteció con ella. El contable acudía en una ocasión a visitarla y, dado que nadie atendía a su llamada, utilizó su llave. La entrada de la vivienda constaba de un diminuto recibidor, inmediatamente contiguo al salón. Todo se encontraba en aparente orden, pero no existía rastro alguno de ella. Dio una voz y nadie contestó, de modo que el buen hombre se adentraría por el pasillo que se abría a la izquierda de la estancia principal de la casa, y que conducía a un tortuoso y oscuro pasillo.
Allí fue donde la encontró. Yacía ella boca abajo. El contable zarandeó aquel órgano fofo y amorfo sin obtener éxito alguno de sus gestiones. "Está claro -se dijo a sí mismo-. Está muerta".
La hermana del contable trabajaba en la oficina que dirigía el sobrino político de la fallecida, por lo que se puso en contacto con él. "Ley de vida", repuso al administrador su interlocutor. "Tarde o temprano todos tendremos que pasar por eso...", lo que le pareció una afirmación no especialmente sobrada de sentimiento. Aún así le pareció más prudente afirmar a continuación un, "qué razón tiene usted, no somos nada".
En cualquier caso, la conversación quedó interrumpida -poco más había que decir-, de modo que en su condición de familiar más cercano decidió asumir el control de la situación, practicando la mejor de sus cualidades que no era otra sino la de delegar. Y, en la medida en que una de sus hijas era médico, le encargaría que se acercase a la vivienda y comprobase lo que efectivamente había ocurrido; y dado que otro de sus hijos trabajaba también en su oficina, le encargo que hiciera una visita a la casa y se informara acerca de lo ocurrido.
Llegó antes la médico, que pudo certificado el óbito. Un ataque al corazón sería su causa, según señaló la doctora. Minutos después llegó su hermano. "¿Quieres verla?", le preguntó. Pero el deterioro físico que se cierne sobre los seres humanos nunca había sido superado por el escaso morbo que le producía la curiosidad, así que declinó la invitación.
Se encontraba en la casa también el contable, que refería con amplitud de detalles la forma en que había hallado a la difunta. En esas cuitas andaban cuando llegó el cejijunto sobrino. Éste no hizo más que ordenar a su hijo que localizara el testamento de la mujer.
En el salón, junto a la ventana, había un escritorio de buena madera de Guinea con sus cajones. No tuvo mucha dificultad el joven de localizar un sobre que anunciaba con letra escrita a mano que su contenido era el de sus últimas voluntades. Era una disposición ológrafa -no había intervención de notario alguno, por lo tanto-. Así se lo hizo saber a su padre.
- Léelo -le ordenó.
El chico se saltó los antecedentes que este tipo de documentos habitualmente contienen, esos que manifiestan que el firmante se encuentra en pleno uso de sus facultades mentales... y demás precisiones de ese estilo, y se ciñó al contenido que tenía el mayor interés para su padre.
"Lego todos mis bienes a las hermanitas de los pobres", declaraba.
No se dibujó expresión alguna en la cara del adusto señor. No existía, por lo tanto, sorpresa, quizás porque imaginaba ese desenlace de la cuestión. Y con su característica voz de mando, anunciaría:
- Pues que se hagan cargo las hermanitas de los pobres.
Dicho lo cual, dio media vuelta, abrió la puerta y desapareció.
La cara del contable era todo un monumento a la estupefacción. Se quedaba solo ante el cadáver de una persona gruesa y sin saber muy bien qué hacer con ella, qué funeral organizarle, en qué lugar darle tierra... en ningún manual del buen administrador se ofrecían pistas de cómo acometer ese orden de gestiones cuando los familiares no se hacían cargo.
En ese momento los dos hermanos se observaron en un gesto que abarcaba, todo en uno, la solidaridad con ese hombre y la consideración de que, cualquiera que hubieran sido las circunstancias, después de todo, el cadáver yacente en algún pasillo de la casa era el de una tía abuela de ellos. Que los recursos de la finada no fueran definitivamente recibidos por esa familia no suponía que se pudieran inhibir de las gestiones correspondientes a aquel trance. Después de todo, tampoco el contable figuraba entre los beneficiados por la disposición testamentaria.
Así lo hicieron. Hubo funeral, entierro, aunque no esquela que nadie pagaría. Y el cortejo que la enterró era tan breve que, incluido el cura que ofició el responso, se podía contar con los dedos de una mano.
El hombre adusto de nuestro relato no asistiría a ninguno de los actos fúnebres.
Seguramente tampoco ninguna de las componentes de las agraciadas hermanitas de los pobres.
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