Europa es cada vez más un parque temático. Uno visita cualquier ciudad que hunde sus raíces en la historia y ofrece a sus visitantes una buena dosis de cultura, y se puede sorprender cuando observa a unos turistas jóvenes disfrutando de un helado de pistacho mientras observan el Duomo de Florencia, coronado por la cúpula que diseñó Brunelleschi, con el mismo embeleso -seguramente por el helado, no por la construcción- que pondrían si tuvieran por delante el castillo de cartón piedra de Disney en París o en Orlando.
Cuando pega el sol de firme -y este verano nos ha deparado notables episodios de calentura- se diría que resulta más agradable el refresco que la cultura. Y tampoco hay porqué rasgarse las vestiduras, Góngora ya porfiaba por las mantequillas y el pan tierno para las mañanas de invierno... y que ría la gente.
Claro que seguramente no existe inmersión de esos jóvenes en la profundidad cultural, en la memoria de esas ciudades con historia de siglos, con pensadores como Maquiavelo o escritores como Dante, con la majestuosidad de la Signoría o la evocación de los Médici y sus relatos dignos de una nueva narración de las mil y una noches. Sólo hay trolleys que pasan sobre las desgastadas aceras de la ciudad con partida o destino de o hacia algún hotel de Florencia... una ciudad que ya es toda ella una suma de centenares, ¿de miles?, de hoteles.
Es inevitable entonces evocar la nostalgia de los tiempos, de las visitas pasadas a las ciudades en las que pudimos disfrutar y compartir tantas cosas con amigos que ya el paso del tiempo ha convertido en referentes y definitivos. Alfonso de Virgilis, el primero, seguramente uno de los más singulares personajes que la vida te haya proporcionado. Recordar junto a él las extraordinarias veladas de sus premios Galileo, en las que te podías reunir con Lucía Bosé y con el embajador ante la Santa Sede, Jorge Dezcallar; y a Plácido Arango conversando con Carlos Fuentes sobre mi tío Jorge Semprún.
Y la nostalgia me lleva a recordar también a la artista florentina -ahora afincada en esa bella ciudad que es Siena-, Bona Baraldi, a quien el destino la llevaría a conocer el fallecimiento de uno de sus hijos, Tomaso, en condiciones trágicas. Bona que pintaba una mano blanca que brotaba de la parte inferior del lienzo, en su homenaje a una amiga que también se había ido, dejando tras de sí un inmenso vacío y a una niña que nunca perdía su sonrisa desde una cama de hospital.
Con el paso del tiempo, en ocasiones, la memoria desborda las fronteras de la nostalgia y nos arroja a un espacio desgarrador. Por eso es preciso acometer el ejercicio de una evocación más grata, la que nos permita revivir -volver a vivir- los tiempos de nuestra felicidad o la de otros. Y si Florencia -o Venecia- forman parte de ese parque temático en el que Europa se contempla a sí misma, reflejada en el espejo de sus pasadas glorias, incapaz de ofrecer receta alguna para resolver los problemas que afectan al mundo -incluso para solucionar los nuestros propios-, cabría evocar por ejemplo la recreación de la Venecia de Brideshead Revisited, la serie que trasladó a las pantallas de televisión la atormentada novela del autor católico Evelyn Waugh. Observar a ese actor espléndido que fue Sir Lawrence Olivier describiendo ante su hijo y el amigo de su hijo -magnífico Jeremy Irons- su vida después de su desencuentro matrimonial. Esa era la Venecia, la Italia, en la que los aristócratas británicos se albergaban en lujosos hoteles o adquirían vetusto "palazzos" para su reforma y posterior habitación.
No era Italia, no era Florencia, ese parque temático que es ahora, en el que se diría que da igual la visita a Port Aventura que a la Galería degli Uffizi. No se veían por sus calles, que comunican a los viandantes, entre palacios que fueron residencia de nobles y burgueses, las cadenas de tiendas que ya se observan en todas las ciudades del mundo y que ahora invaden también las de la capital de la Toscana. Supongo que, a pesar de las reservas del ayuntamiento, muy pronto se asombrarán los fantasmas que aún habitan esos edificios al advertir en sus bajos los coloridos reclamos de un McDonald's o un KFC, símbolos definitivos de una colonización siquiera menguante. Una vez conquistados, se diría que carece de importancia el lenguaje que hable el invasor, y que los caracteres chinos convivan con Gucci o con las tiendas que ofrecen cuero en bolsos, maletas o abrigos.
El siglo XXI, un tiempo desconcertante en el que lo nuevo se hace viejo en cuestión de segundos, las certezas se desvanecen y los selfies sustituyen a la mirada, las obras maestras se ahogan en un líquido elemento. Y cuando aparezca ante nosotros por la vía Tuornabuoni un redivivo Giovanni Boccaccio no faltara algún turista que le confunda con el ratón Mickey.
1 comentario:
André Gide en el Inmoralista hace decir a su protagonista algo parecido a que Suiza es un país sin historia, sin batallas, sin pintores ni generales... Vamos en rollo. Entonces coge la mochila y se va a Italia.
Claro que no era la Italia de hoy. Era Italia
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