viernes, 28 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (27). Un amor en el otoño de Bilbao (III)
Les ocurría, a veces, que se perdían entre la gente de los pueblos; por Guernica, por Bermeo... Iban de excursión y se cogían de la mano, entonces. "Aquí no hay peligro", se decía Iturregui para sí. "Aquí no me conocen". Pero siempre había un buen automóvil que doblaba la esquina y, en ese momento, Iturregui escondía la cabeza por temor a que alguien le reconociera. En otras ocasiones, era él quien desafiaba a la gente y la convidab a tomar el té en el Lion D'Or o a chocolate en Zuricalday. Claro que sus actitudes dependían bastante del último comentario o de la lectura más reciente que había hecho, unos y otras le advertían: "Miguel. Lo estás haciendo mal", o le decían al oído , con un murmullo envolvente: "¡Qué tontería! Si al final, la vida es tan corta..."
Pero también estaba ella, Cecilia, la extraña poetisa, que tan pronto se convertía en una persona omnipresente, que le quería ver siempre; que le impedía, casi, dedicarse a sus numerosos negocios. Como era la otra Cecilia, que se eclipsaba; que desaparecía dos, tres días, una semana... sumiéndole en un desconcierto notable. Y, cuando recuperaba el contacto con Cecilia, notaba que se sentía muy unido a ella, como esas historias de amor que quieres que no pasen nunca, que permanezcan siempre muy cerca de ti. Pero, las veces que no podían encontrarse; esas horas, esos días... pensaba Miguel que todo eso era imposible, que nada podría germinar desde la distancia. Entonces se planteaba un sinfín de dudas y no sabría poner la mano en e fuego por la continuidad de aquel amor.
Su mujer no, no contaba en aquella historia que mantenía él con la muchacha de Arequipa. Al cabo, solo los hijos le preocupaban. Y él pensaba mucho, se le iban las noches con las manos encima de la almohada, por detrás de la cabeza. "¿Qué continuidad tendría su amor? ¿Qué les podría permitir la pequeña sociedad de Bilbao, de la gente conocida, a ellos dos?"
Pero enseguida, las preguntas se le iban hacia sus incertidumbres: ¿Cómo iba a pensar en el futuro si apenas sabia nada de ella?" Ni siquiera sabia si ella le quería . "No estoy abierta a otras experiencias", le había dicho un día. Y, cuando él le susurraba, muy bajito, con esa voz que ella admiraba: "Te quiero", Cecilia le miraba, a veces levantando las cejas, abriendo la boca, en expresión confundida, como quien escucha una historia increíble. No podía ser por más tiempo. Se lo preguntaría mañana. Así, poco a poco, se dejaba ganar por el sueño, aunque hubieran dado en el reloj de pared del salón las cinco de la madrugada, aunque le separaran apenas dos horas antes de sus ejercicios gimnástico o de su baño...
miércoles, 26 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (26). Un amor en el otoño de Bilbao (II)
- Miguel. ¿Te puedo hablar con franqueza?
Podía haberle dicho que no. ¿Qué es eso de hablar con franqueza a tu marido? La relación conyugal se hacia de enormes silencios, sin apenas preguntas importantes. Pero le dijo que sí. Miguel Iturregui era un hombre siempre abierto, de opiniones amplias; de esos que mantienen no ya una posición liberal, sino un espíritu plenamente dispuesto y que no admite contradicciones en este punto.
- Por supuesto, Begoña. ¿Qué es eso?
- Mira Miguel. Yo supongo que para ti no tendrá mayor importancia, pero Bilbao, por lo menos nuestro Bilbao, es muy pequeño. Y ya hay mucha gente que anda diciendo cosas...
- ¡No entiendo! ¿Qué cosas son esas?
Begoña Tellechea contestaba con un rictus de amargura.
- Ya supongo que sabes lo que hay, Miguel. Esas cosas se refieren siempre a una mujer.
Iturregui golpeó con fuerza sus cubiertos de pescado sobre el plato. Vajilla inglesa, con un dibujo de letras azules entrecruzadas. "IT", "Iturregui- Tellechea".
- ¿Qué te pasa, Miguel?
- Que entre los curas y tú me vais a volver loco. No entiendo nada de esa historia...
- Pues no sé si decírtelo...
Dignamente, Iturregui dirigió su mirada hacia la pared, decorada con profusión de naturalezas muertas con motivos de frutas.
- Ya sabes que puedes decirme lo que quieras.
- Bien... El otro día... En el Lion D'Or... Que fue la cafetería donde nos arreglamos... ¿Te acuerdas?
Pero Iturregui no estaba para recuerdos sentimentales, menos aún los que se referían a su mujer.
- ¿Qué pasó en el Lion D'Or? -preguntó, casi con agresividad.
- Ella... Esa chica peruana... Te besó...
Iturregui dirigía ahora su mirada hacia el techo.
- Eso es ridículo, sencillamente ridículo.
- Pues eso me han contado, Miguel.
- Siempre te he dicho que deberías ocuparte de cosas verdaderamente importantes. No me extraña que con la organización de curas que te rodean tengas la cabeza tan llena de pájaros.
- Pero... ¿Es verdad o no?
- Yo no me acuerdo de eso.
Begoña bajó los ojos hacia la mesa. No quiso preguntar nada más.
viernes, 21 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (25). Un amor en el otoño de Bilbao (I)
Nunca le preguntaba por su mujer. Por sus hijos a veces, porque se veía claro que a Cecilia le encantaban los niños. Y, en ocasiones, le hacia ella un largo repaso de los hijos de sus hermanos o de sus primos. Y, para ella, todos eran sus hijos. Tenía, según eso, hijos en Perú, en Australia... y, hasta daba la sensación de que, se adueñaba de los suyos propios. Claro que Miguel se dio pronto cuenta de que se trataba más bien de una especie de trampa: lo que ella quería más bien era oponer todo tipo de dificultades a su historia de amor Grandes o pequeños inconvenientes que pusieran a prueba una posible relación posterior, como si de alguna manera se tratara de que Cecilia estuviera montando una suerte de gran valla -como las construidas en los campos de concentración- entre los dos. De esa manera, establecidas las complicaciones, le resultaría más difícil continuar en su deseo por ella, se acomodaría Miguel a su rutinaria existencia y dejaría de pensar en ella. Pero esa actitud subrayaba en Iturregui la sensación carcelería que ya tenía respecto de su vida y fomentaba también el impulso hacia Cecilia, que se convertía así en su única tabla de salvación.
Miguel le hablaba poco de sus hijos, pero Mercedes estaba siempre en sus labios. Con su sonrisa luminosa, la boca bien abierta, enseñando una fresca hilera de dientes blancos, empujada por la claridad de sus ojazos oscuros. Mercedes, a la que daba siempre un beso especial de buenas noches; y también para despertarla por las mañanas. Mercedes... que en muy poco tiempo pasaba a formar parte del elenco de los hijos de Cecilia, y que llevaría en adelante el apelativo para ella de "la bebita".
De su mujer no quería Cecilia saber nada, más allá de las preguntas un día le formulara en "El Amparo", y que Miguel contestaría de una forma un tanto vaga. Luego no habría nada, aparte de algún comentario por parte de este y que ella evitaría, de forma muy elegante, desde luego.
Miguel Iturregui se admiraba con la discreción de Cecilia Llosa. Al poco tiempo, sin embargo, empezaba a pensar de otra forma: no que Cecilia no fuera discreta, por supuesto; pero era que la curiosidad femenina no tenía fin, y Cecilia, que era algo así como la mujer en estado puro, no podía dejar de producirse de aquella manera.
Algo había que era más fuerte: su naturaleza; algo que llevaba Cecilia muy dentro de ella y que le hacia contener esos centenares, quizás miles, de preguntas que naturalmente estaban en su imaginación.
El secreto de Cecilia. Su vida antigua, su familia en Arequipa... Apenas nada más que los recuerdos de su infancia, de un padre que siempre estuvo con ella, que la apoyaba por encima de todas las contrariedades; o los recuerdos de la primera juventud, de la adolescencia, de los novios que tuvo... Todo eso paraba allá donde se alzaba una muralla, a los veinte o los veinticinco. Una vida de la que él no sabría nada de lo ocurrido a lo largo de diez o doce años, quizás los más importantes de su vida. Esos años en los que se producen los grandes amores, o en los que debes cargar con las más enormes tristezas. Amores y tristezas, con frecuencia, las dos caras de una misma moneda, que lleva por nombre la primera de las ecuaciones, el amor.
Cecilia guardaba algo. Más allá de su encantadora figura, de su facha escultural, Cecilia integraba treinta y cinco años de perfección, pero de misterio. Quizás le ocurriera lo que no pasaba con la mujeres de Bilbao. Directas, bruscas a veces; pero que en muy raras ocasiones mantenían secretos; a los dos meses de noviazgo te lo decían todo, claro que después que las prometieras lo que todas las mujeres quieren: el amor para toda la vida, la más inquebrantable fidelidad, todas esas cosas... Claro que ellas, Begoña por ejemplo, su mujer, apenas habían tenido algo verdaderamente importante que ocultar.
En todo caso, Cecilia era distinta: el secreto permanente, por lo tanto, la preocupación sin limites.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (24). ¡Qué poco sé de ella! Y, sin embargo... (V)
- No sé si se lo puedo leer en estas circunstancias -le dijo.
- ¿Por qué no? Todo lo que usted me traiga es siempre interesante -contestó, adulador, Iturregui.
Cecilia recitó muy suavemente, junto a él:
Has despertado en mí
Cosas que ya no sentía,
La belleza triste de un atardecer,
Las melodías ocultas en las canciones
Que ya conocía
Y que parecen nuevas.
Llenas mi.mundo,
Aún cuando no estás conmigo,
Me alegro cuando te veo llegar,
Acercándote a mí,
Como algo
Irremediable,
Inevitable,
Imprescindible
Esto es maravilloso,
Para una historia de amor que es nuestra.
De tanto pensar en ti,
Has despertado hasta los recuerdos
Que guardaré cuando todo acabe.
Pero ¿quién quiere ponerle fin a la belleza?
- ¿Qué le ha parecido?
Iturregui permaneció pensativo unos instantes, antes de contestar:
- El poema está muy bien. Pero crea la misma desazón de las cosas que acaban mal.
- Todas estas cosas acaban mal, Miguel.
- No forzosamente, Cecilia. Algunas pueden acabar mal, pero nada hay que lo exija de modo inexorable.
- El amor siempre muere, Miguel. Ya conoce usted mi teoría.
- Sí. Ya sé: "Muere el amor que tiene nombres, como mueren las cosas de los hombres..." Pero hay que dejar algún margen a la esperanza, ¡caramba!
- No digo yo que no, pero...
- Sí. Ya sé que no soy el más indicado para decirlo. No en vano, un día prometí amor para siempre. Hoy en día, no seria capaz de formular de nuevo una promesa como esa.
- Bueno. No vamos a ponernos así por unascuartillas. Si quiere, nos olvidamos de este poema y preparo otro.
- ¡Ni hablar! No creo que haya que pasar la creación artística por el tamiz de las consideraciones particulares...
Seguramente que no. Pero este poema era ya, decididamente, algo que estaba basado en él, que le decía lo que él ya intuía/: que Cecilia le quería.
lunes, 17 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (23). ¡Qué poco sé de ella...! Y, sin embargo... (IV)
- Me quedé pensando ayer, cuando me dijo que no estaba abierta a otras experiencias, que era como si usted se hubiera creado una especie de defensa ante lo imprevisible. Me es igual que se trate de una posición relativa a cualquier persona en concreto...
Cecilia se lo quedó mirando unos segundos, para luego decir:
- Aquí he traído un nuevo poema que espero le guste.
Cuando empezó a desplegar con cuidado las cuartillas, Iturregui, nervioso, la cogió de la mano.
- Cecilia. Yo le ruego a usted que no cambie de conversación. Luego habrá tiempo para leer su poema y para más cosas.. Afortunadamente -dijo, ahora sonriente-, hoy ha llegado usted puntual.
La peruana aceptó, con alguna desconfianza, sin embargo, la propuesta de Iturregui.
- Si usted quiere hablamos de eso. Aunque le aseguro que nada tengo que decir.
- Estoy de acuerdo -Iturregui hacia uso de una extraordinaria energía-. En realidad, el que tiene que hablar aquí soy yo...
Cecilia observaba al industrial con ls boca entreabierta, moviendo levemente la cabeza y dibujando una expresión de extrañeza.
- Usted me dice que no está abierta a nuevas experiencias -continuó Iturregui-. Lo dice usted y yo lo creo. AI que no sé muy bien porqué y tampoco se lo voy a preguntar.
Y el bilbaíno se tomó unos segundos antes de proseguir. Pensaba que, a lo mejor, su interlocutora bajaba algo la guardia y se animaba a contarle algo. Pero ella permaneció en la misma actitud.
- Yo, por el contrario, tengo una enorme curiosidad por saber lo que me pueda deparar el porvenir.... Parece casi un juego de palabras -bromeo Iturregui consigo mismo-: ¡El Porvenir de Iturregui. Nuevo diario de edición restringida! Escúcheme usted, Cecilia. Yo la quiero a usted. Me gustaría que mi futuro tuviera que ver con usted. Algo, lo que fuera... Por eso quiero proponerle una cosa... A propósito, ¿está usted fuerte en matemáticas?
Cecilia río nerviosamente ante lo que pensó no era otra cosa sino una ocurrencia más del bilbaíno.
- Bueno. No es lo que más domino. Pero, en fin...
- Le quiero proponer algo que se parece a una fórmula matemática. Que se establece como sigue: Miguel quiere a Cecilia y está dispuesto a comenzar una historia... Llámela usted así: una historia de amor. Cecilia, que no sé si siente algo por Miguel, no está abierta a ninguna experiencia nueva. En resumen, yo le propongo el máximo denominador común en nuestra relación. No sé si me he explicado -continuaba enérgico Iturregui-. Usted manda. Hacemos lo que usted quiera. Yo llego hasta donde usted me lo permita. Después de todo, después de todo... no podría ser de otra forma.
En ese momento, Iturregui dirigió su mirada hacia la mesa de la cafetería del Lion D'Or en la que estaban sentados.
- Después de todo, yo soy un caballero -concluyó.
- ¿Ha dicho usted que me quiere -preguntó ella.
- Eso creo que he dicho.
- La verdad s que es la declaración de amor más original que me han hecho en m vida -dijo ella con una amplia sonrisa.
- Ya. Supongo que ha sido horrible -dijo gesticulando Iturregui.
- ¡Horrible, no! Me ha gustado.
Entonces Cecilia acaricio con su mano la barbuda cara de Miguel a la vez que le besaba muy suavemente en los labios.
La clásica cafetería del Lion D'Or parecía estremecida por el gesto de la peruana. Una sombra de silencio se apoderó de la estancia. No se oía un solo ruido, nadie pronuncio una palabra.
Atontado. Incapaz de hacer otra cosa que sonreír de manera bobalicona, Miguel Iturregui solo supo una cosa: que Cecilia estaba de acuerdo.
viernes, 14 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (22). ¡Qué poco sé de ella...! Y, sin embargo... (III)
No, no era libre de hacer lo que le dieta la gana. Una mujer y cuatro hijos le ponían a uno frente a los hechos consumados. Su existencia estaba cerrada, acabada. No como le había dicho a Cecilia: "Aún me queda una vida por vivir". Sí, a los cuarenta y cinco le quedaba todavía una madurez por delante. Pero solo en lo que se refería a su vida pública, a sus empresas y sus negocios. Su felicidad, no; quedaba enterrada en la indiferencia, en el lento transcurrir de las horas sin fin, de los días sin fin. Le quedaba algún derecho, sí: esa sociedad de las cosas en orden, bien establecidas, le permitiría alguna aventura; siempre cabía una copa con alguna señorita de medio pelo, o algo más importante fuera de Bilbao; en París, por ejemplo. Allí se podía pasear sin problemas con señoritas "de compañía", siempre que almorzaran en algún discreto "bistrot", que la gente de Bilbao se movía por todo el mundo.. Aunque, después de todo, en el caso de que le vieran, la verdad es que nadie se lo iba a reprochar demasiado.
Y eso no eran sino parches para un desarrollo de vida infeliz. El orden establecido se cumplía. Sus hijos crecerían en el marco de una familia aparentemente unida. Y a él se le permitirían ciertas "fechorías" sin importancia. Algo así como lo que le recordaba Juan Echezarraga en las tertulias del Lion D'Or. "Eso lo sabe todo el mundo. Los pecados del sexto se quitan con un poco de agua bendita, como decía Maquiavelo".
¿O era mejor, más claro, más digno, decir simplemente adiós ? "Adiós, Begoña. No te voy a dejar tirada con nuestros hijos". Begoña con esa sorpresa de las señoras que no saben nada, que nunca han sabido nada. "¿Qué te he hecho yo, Miguel?" Precisamente era eso, no le había hecho nada, en su vida ella prácticamente no había existido, le había dejado solo. Cecilia era otra cosa. Cecilia era atractiva y lista, se movía en un mundo cultural y avanzado, tan avanzado que, con su carita sonriente, convertía a Bilbao en una especie de París. Y ella era, a la vez, musa de las artes y artista ella misma. Podía ser religiosa, creyente. Pero nunca se la vería en la misa de una todos los días o confesándose con un padre Sopeña cualquiera de una larga retahíla de pecaditos sin importancia. Cecilia no, Cecilia podía ser, a lo mejor, la mujer de un gran pecado, cometido quizás por generosidad, por amor... Pero uno de esos pecados que hacen temblar el confesionario y la iglesia y la sacristía. Esos pecados ante los cuales Dios sabe ser verdaderamente padre, verdaderamente Dios.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (21). ¡Qué poco se de ella! Y, sin embargo... (II)
- ¿Me permites que te haga una observación, Miguel? -Santiago Aberasturi hablaba en voz baja, aunque con suficiente claridad, en el comedor general de la Sociedad Bilbaina.
- Lo que quieras, Santiago. Ya sanes que me puedes decir lo que sea.
- Te lo voy a decir con franqueza. Ya sabes que yo no sirvo como diplomático, como tú.
Iturregui conocía desde el principio la intención de su amigo pero practitudes optar una actitud de incomprensión.
- No entiendo.
- No te hagas el despistado, Miguel. La gente no para de hablar de tus citas con la señorita peruana esa.
- ¡Ah! -exclamó con estudiada sorpresa Iturregui-. Lo que pasa es que la gente no sabe de qué hablar.
- Bueno... -Aberasturi observaba que su amigo había asumido una posición distante-. Si no quieres que hablemos de esto...
- No, en absoluto. Ya sabes que siempre que sea contigo no me importa referirme a ninguna situación.
- ¡Yo lo hago como amigo! Si no quieres hablar, no hablamos.
- Te he dicho que sí. En el fondo, no hay nada que ocultar. La señorita Llosa es una poetisa de Perú, como creo ya sabes.
- Sí. Y que es muy guapa también. Y que la paseas por aquí y por allá. Y que la convidas a comer...
- Bien. Está claro que es una colaboradora del diario. No sé qué más tiene que decir la gente.
- Pues que eso no es normal. Que estás,casado, Miguel. Que tienes una mujer y cuatro hijos. Que no eres libre de hacer lo que que te venga en gana... Y sabes que te lo digo como amigo.
- Y, como amigo que eres te lo agradezco, Santiago. Pero creo que se está haciendo un mundo de un pedacito de tierra. ¿Sabes lo que pasa, Santiago?
- Si no me lo dices...
- Que has dicho solamente una cosa que es verdad en este asunto. ¿Sabes cuál es?
Aberasturi movió la cabeza en signo de negación.
- Que esa señorita es muy guapa. Eso es verdad. Porque, si se hubiera tratado de una señora mayor o de una joven poco agraciada nadie tendría la menor de las dudas.
- Tú sabrás lo que haces. Yo creo que cumplo con prevenirte.
lunes, 10 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (20) Qué poco sé de ella... Y, sin embargo... (I)
Cecilia, siempre Cecilia, en la borrosa imagen que conservaba ¿Cómo era ella en realidad? Siempre recordaba a una joven muy guapa, con una facha colosal. Sin exagerar, el aspecto de una diosa; misteriosa, lejana; tan lejana, claro, que procedía del otro lado del océano. Pero, eso sí, una diosa que decidía abandonar, de pronto, su legendaria ausencia y que se transformaba en persona de carne y hueso. Era entonces cuando se descubría a una persona extraordinariamente atractiva; Iturregui diría, incluso, que sensual. Pero su imagen en él se desvanecía a medida que pasaba el tiempo, los días, sin ver a Cecilia; y ella se convertía apenas en la sombra de un recuerdo; de un grato recuerdo, como esos marcos que, a fuerza de contener siempre la misma fotografía, aun sin reproducción alguna, nos recuerdan siempre la figura primitiva, aunque ya ni siquiera la fotografía sea la misma.
"Me gustaba mucho aquel joven en Arequipa" -le había dicho ella en aquel almuerzo en "El Amparo"-. "Me regalaba flores siempre que hubiera algún motivo... Me gustaba tanto que estuve a punto de enamorarme de él. Pero salí de Arequipa y me fui a Estados Unidos y después a España..." Y ya estaba Miguel Iturregui enviando un ramo de claveles a la señorita Cecilia Llosa, clon un tarjetón que decía: "¡Enhorabuena por su segundo poema! Los lectores esperan com ansiedad más producción de usted". Iturregui leía su poema, le gustaba, lo publicaba, lo volvía a leer, le volvía a gustar y felicitaba a la autora y le pedía un nuevo poema... Así daba vueltas y más vueltas a la noria de su... ¡Sí! No podía llamarlo de otra manera. De su amor por Cecilia.
Lo había sabido desde el primer momento. En el fondo, le interesó aquella joven hispanoamericana con el rictus pesaroso por la mala acogida de sus versos. Le gustó cómo hablaba, lo que decía, cómo vestía. Le encantó ella físicamente, pero también su manera de hablar; tan dulce, tan suave, tan diferente del hablar brusco y alto de las mujeres del norte, mujeres poco menos que de pelo en pecho, de mandar bravío. Cecilia no era asi, Cecilia era como la mujer que dicen los poetas; las mil caras, todos los tipos de mujer en una sola; tan pronto triste como alegre, cercana como distante, enigmática como evidente, indecisa como resuelta, a la vez complicada y sencilla. Una mujer con tantas vueltas, que en alguna de ellas forzosamente te sentirías cogido, envuelto; y una vez dentro solo quieres investigar, conocer cómo son las mil formas de una mujer.
"No estoy abierta a otras experiencias", le había dicho, tan tranquila, como si no temiera hacerle daño. A él, que casi estaba pidiéndole empezar algo parecido a una historia de amor. Porque si no, ¡a santo de qué le iba a contar que la vida no se acaba a los cuarenta y cinco! No quería hacerle daño y el caso es que no se lo hizo. Porque Cecilia decía "no" como quien dice "quizás". Y no se la imaginaba diciendo "quizás", porque eso seria un "sí" bastante categórico. Por lo mismo que no existía la posibilidad de que dijera que sí, porque eso, a estas alturas, seria como salir corriendo, por el peligro que tal situación entrañaría.
A Iturregui le bastaba con que Cecilia no se despidiera de él para siempre; que le dijera, por ejemplo, "me voy a vivir a Madrid" o "me vuelvo a Arequipa" o "sigo mi viaje por Europa"; con algún, por supuesto, muy dulce, "le recordaré siempre, usted será siempre mi amigo". Entonces, tal vez, él pudiera cogerla de la mano suavemente, tranquilamente y besarla en sus labios; y, tal vez, ella le apretara con fuerza en ese momento; que tal vez, los dos, quisieran que fuera un instante que durara toda la vida...
Cecilia no estaba abierta a otras experiencias, pero se citaba con él dos días después "Tendré listo mi siguiente poema, Miguel". Llegaría tarde, por supuesto, como siempre llegan tarde las mujeres, como para recordarte que siempre es así, al fin y al cabo ellas están dispuestas a esperarte toda la vida. ¡Qué poco te deben costar veinte, treinta minutos de retraso! Y la vería de nuevo, con alguna "toilette" algo atrevida, de modo que los ojos de los hombres se clavarían materialmente en ella; y le mirarían a él, de reojo, con la envidia que se produce en los que nunca serán capaces de descubrir a una mujer como ella, exótica, bella, tan diferente de todas. Y él, ufano, orgulloso, sentado junto a ella, paseado con ella.
lunes, 3 de diciembre de 2012
Cecilia entre dos mares (19). Cecilia llega tarde (Vi)
Cecilia Llosa depositó en el plato, colocados el uno junto al otro, la pala y el tenedor del pescado, después de haberse comido el bacalao de "El Amparo".
- Estaba buenísimo, verdaderamente.
- Me alegro que le haya gustado. ¿Quiere usted más vino?
-No. Sírvase usted.
Iturregui rellenó su copa hasta arriba, tras de lo cual trasegó una buena parte de la misma.
- ¡Ah! No se lo había dicho a usted. Mañana publicaremos su poema.
- ¡Qué rápido!
Iturregui sonrió satisfecho.
- Es curioso lo que ocurre con su poseía. La encuentro tan cercana, tan próxima a mí.
- Ya me ha dicho usted eso otras veces. ¿Podría explicármelo?
- Bueno. Ya que me lo pregunta, se lo diré. -Iturregui empleó unos segundos en ordenar sus ideas antes de comenzar su narración-. El otro día, en la Bilbaina, cuando leyó usted su poema sobre el amor, debo decir que me impresionó el texto. Estaba usted refiriéndose a un caso que yo comprendía muy bien, en el que yo me reconocía perfectamente. El caso del matrimonio que se acaba por la rutina, al que el desamor ataca como si se tratara se una maquinaria que se corroe por la roña. Pero no decía usted solo esto . Decía usted una cosa mucho más importante: que no se acaba la vida por eso, que la vida está llena de otras oportunidades y que el amor puede llamar de nuevo. ¡Eso decía usted!
- ¿Le ha gustado entonces?
- Sí. Le confieso que me ha encantado. Lo que yo pensaba era precisamente eso: que no se termina la vida a los cuarenta y cinco, que aún quedan muchas cosas por hacer. Incluso en el amor. También en el amor está la puerta entreabierta. Y si se abre, como decía usted en el poema, no hay que decirle que no. Yo, por ejemplo, nunca le diría que no a ese nuevo amor. Eso es lo que me parece importante. Es la historia de las sotanas que siempre han sublevado a la gente.
- Ya. Yo tampoco he comprendido mucho las criticas que se han producido por ese caso. Me da la sensación de que esta es una sociedad muy clerical.
- Está usted en lo cierto. Es una sociedad a la que, al menos, no le resulta indiferente el clero. Va todo el mune a la procesión, la mitad para desfilar detrás de ella, la otra mitad para enfrentarse. En todo caso, ya le digo que no me parece lo más importante de su poema.
- No, desde luego. Yo hablaba de las sotanas como de cualquier otra justificación que podríamos ofrecer en nuestra sociedad a una situación de cierre a nuestras justas inquietudes de seguir vivos, de no renunciar a nuestro derecho a seguir existiendo en todos los planos de nuestra vida. A pesar de muchas cosas, a pesar de una mujer, de unos hijos... A propósito, ¿tiene usted hijos?
- Cuatro.
- ¿Chicos, chicas?
- Dos y dos.
- ¿Mujer?
- Sí.
- Ya.
- Hay otras posibilidades y la vida no se acaba años cuarenta y cinco - repetía con obstinación Iturregui, más obstinadamente, si cabía, después de la respuesta de Cecilia, una pregunta que él había contestado tan secamente-. ¿No se lo parece a usted?
- Por supuesto. Ya lo indico en un poema que ha publicado usted y que le ha traído algún complicación, según tengo entendido. Miguel -dijo Cecilia arrastrando la segunda sílaba-. ¿Le puedo llamar así?
- Por supuesto, encantado, ¿Ce- Cecilia?
- Sí. También esque ien que me llame así. Pues, Miguel, no quiero que tenga usted problemas por mi culpa.
- No se preocupe. Usted encárguese de escribir buenos poemas, como está haciendo. Yo se los publicaré. Y quien no quiera entender, que se fastidie.
- Se lo agradezco, pero parece como si estuviera usted peleando por mí.
- Solo hasta cierto punto. Usted me cae ien, Cecilia. Pero existe la pelea por la libertad, que es mi libertad también, la de abrirme a otras posibilidades.
Iturregui ya no miraba hacia el centro del comedor. Toda su expresión, sus grandes ojos oscuros habían recalado en ella, y en ella se quedaban, fijos.
- Yo no estoy abierta a otras experiencias, Miguel. Pero tengo que decirle que también me cae usted bien.
Un pesadísimo silencio se hizo entonces entre los dos. Un silencio que, Iturregui, con su habitual presencia de ánimo, rompió.
- Supongo que esto no es una despedida final, Cecilia. Que volveremos a vernos.
- ¿Quién ha dicho lo contrario? Supongo que me quedan bastantes cosas que publicar todavía...
- Todas, todas las que quiera, Cecilia.
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