viernes, 1 de julio de 2011

Intercambio de solsticios (206)

Y ese hombre, Sidi Ben Bachat, estaba allí; esperando a que llegaran sus carceleros e iniciaran la correspondiente dosis de tortazos. Su estrategia preparada –en realidad, la ausencia total de estrategia-: sólo tenía que demostrarse a sí mismo hasta qué punto estaba curtido para una prueba de esas características.
De pronto sonaron unos pasos de botas claveteadas al fondo del breve corredor. Voces ahogadas por los propios esbirros de Cardidal que se hacían sin embargo cada vez más próximas. Por lo que Bachat había podido intuir él era el único prisionero en aquella resumida comisaría-prisión. Y por lo que sabía, los de Chamartín disponían de otras dependencias menos céntricas para los presos de más larga duración. Una estancia corta, en todo caso, pues la práctica de los asesinatos unida al desplazamiento de los cadáveres al exterior de la cárcel era más que habitual: la nueva versión de la vieja ley de fugas del distrito en el que ahora se encontraba. No, ni siquiera lo sabía Martos, el presidente de aquella junta, aunque desde luego que lo intuía y hacía en consecuencia la vista gorda.
Ya estaban allí. El gordo a la cabeza y con las llaves de su celda en ristre.
- ¡Pégate a la pared! –le ordenó.
Bachat obedeció.
Entraron dos muchachos fornidos que volvieron a ponerle las esposas, esta vez por su espalda. Ahora estaba muy claro: carecía de parachoques orgánico; no se podía permitir el lujo de dar un traspié, porque corría el riesgo de hacerse una buena herida en la cara.
Ni siquiera quiso preguntar adónde le llevaban o qué pretendían hacer con él. Pensaba que a lo mejor su voz sonaría insegura, suplicante, quizás un principio de debilidad.
Le arrastraron hacia una dependencia relativamente cercana. Varias veces estuvo a punto de perder el equilibrio, pero pudo hacer el trayecto con la mejor prestancia de que fue capaz, pese a lo cual los carceleros se mofaban de sus breves carrerillas que le evitaban una inminente caída.
Se trataba de una gran sala repleta de variados objetos. En un lado de la estancia había una bañera. No se trataba de un cuarto de baño, sin embargo. No había grifos en ninguna parte, ni toallas, ni jabón de ningún tipo. Bachat torcía el gesto: “El mal se aprende muy fácil”, pensaría el saharaui para sus adentros.
En el centro de la sala había una mesa de oficina tan vieja como que serviría para habilitar el trabajo de un administrativo de los años ’40 del siglo pasado. Detrás de ella se sentó el tipo aquel, el gordo que le había detenido. Le invitó a sentarse.
- No queremos hacerte daño. Si no es preciso, claro. Queremos que nos cuentes lo que sabes… -le dijo.
Bachat permaneció en silencio.
- ¿No dices nada? Pues empezamos bien… -murmuró el guardián. Y luego alzó la voz, quizás para que se enteraran también sus otros dos compañeros-. ¡Por menos de eso se han dejado aquí los dientes unos cuantos!
- No me has preguntado nada –dijo Bachat con actitud reservada.
- Está bien. No he dicho nada, todavía –declaró el jefe de los carceleros-. Vamos a hacer la ficha. ¿Te parece? –preguntó después con indisimulado sarcasmo.
- Haga lo que tenga que hacer –repuso Bachat.

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