jueves, 9 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (196)

Apenas la conocía. De modo que fue ella la que se acercaba a mí ese sábado, cuando unas quinientas personas desafiábamos la lluvia intermitente de esta primavera de Madrid, en un acto que organizaba la AVT pero que monopolizaba lo que se ha venido en denominar la derecha del PP.
Surgió Christina de aquella nube de banderas rojigualdas para decirme:
- ¿Eres hermano de Antonio? Es que sois iguales…
- Sí –le contesté-. Aunque creo que somos los que menos nos parecemos.
- Yo soy Christina Heerenberg –anunciaría ella antes de plantarme los consabidos dos besos.
- ¡Hombre, Christina! –contesté.

Era un nombre el de Christina Heerenberg que se vinculaba a mi hermano –ese al que creía yo parecerme tan poco- y que me recordaba aquella noche de Bilbao, cuando Antonio pretendía, de forma desesperada, iniciar una relación con aquella chica, que su padre estaba determinado a impedir a toda costa. Uno se podía imaginar perfectamente cómo un adusto señor alemán veía con malos ojos que pretendiera a su bella hija un muchacho de familia bien, pero un tanto desconcertante y anárquico, que pretendía dedicar su tiempo a la literatura.
Antonio marcaba el teléfono de Christina y la única voz que encontraba al otro lado del hilo telefónico era la de su padre. Y ahí pinchaba en hueso.
Exasperado, y ante la atónita mirada de tres de sus hermanos menores, Antonio requisaba del mueble-bar del salón una botella de cognac que mi padre reservaba para los invitados; la enarbolaba como un triunfo y se servía una contundente copa. No fue feliz, sin embargo, esa idea y le salía el vino triste. Los tres espectadores no bebimos: o carecíamos de edad o simplemente no teníamos ganas.
Antonio rellenó su copa y se sintió con fuerza etílica suficiente como para reintentar el contacto. Quisimos impedírselo y él se hundió en el sofá pensado que le perseguía una especie de conjura en contra de su amor por Christina.
Y ahora, andando el tiempo, esa misma chica por la que el tiempo –ese traidor que desfigura nuestros trazos- ha dejado su inevitable huella, me dice que sigue en contacto con Antonio, que frecuenta su amistad. Y yo creo entonces en que es posible eso que dicen otros no lo es: una buena relación entre hombre y mujer más allá de los encuentros y desencuentros de las parejas de cualesquiera condiciones.

Me preguntó Christina por mi condición de militante del Partido del Progreso, le dije que lo era y se perdió en el bosque de banderas españolas envueltas por las proclamas de los concejales vascos del PP.

Y, apenas una semana después, la misma Christina, enfundada en una camiseta de color magenta, me felicitaba por el resultado electoral de nuestro partido. Estábamos los dos en el madrileño hotel Villarreal, donde nos concentrábamos para el seguimiento de los resultados. También Christina compartía simpatía por el proyecto que estábamos ayudando a construir.
Y también desaparecía ella, detrás de la gente que se apretujaba junto al estrado para escuchar a Rosa en esa noche feliz.

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