lunes, 6 de junio de 2011

Intercambio de solsticios (193)

Opera en la calle del glorioso General Martinez Campos, más concretamente en su confluencia con el Paseo de la Castellana. Es un hombre afable y de andar aún vigoroso. Se podría llamar Julián.
Julián viste correctamente, con su chaqueta y su corbata, y su edad -se diría que frisa ya los setenta- predispone a la confianza.
Lo he visto en tres ocasiones y siempre me saluda. La primera vez me abordó en la calle de Velázquez, esquina con. Padilla. Se da el caso de que por lo general procuro evitar a quienes pretenden una limosna, pienso que -aún con sus deficiencias- el vigente estado del bienestar de que disponemos en España permite por ahora un razonable apoyo que impide la marginación de los más excluidos -y me consta que este sistema se financia también con mis impuestos.
Pero la buena pinta y la afabilidad del sujeto me detuvieron en seco.
- Soy Julián -empezó-. ¿No se acuerda de mí? Trabajaba de camarero en la cafeteria Lepanto...
(No pretendan localizar el establecimiento, al menos en Madrid, se trata de un nombre figurado).
- Pues ahora no me acuerdo -le contesté un tanto aturdido. Todo era posible: a los cincuenta y cuatro años había conocido muchas cafeterías, restaurantes y bares de todo tipo, y más en ese Madrid inmenso en que apenas si conoces lo que te ofrece tu barrio...
- Pues yo sí que me acuerdo de usted. ¿Qué tal esta? –prosiguió Julián, como ateniéndose a un guión perfectamente prefigurado.
- Muy bien... ¿Y usted? -era una contestación de la que fui inmediatamente consciente de su inoportunidad para conmigo mismo: esa persona podía resultar un embaucador de mi buena fe.
- Figúrese -fue la respuesta de Julián-. Después de servir más de veinte años en ese local, los dueños del Lepanto sólo habían cotizado los últimos cinco por mí y ahora estoy jubilado con una pensión ridícula, poco más de trescientos euros.
- ¡Qué barbaridad! -acerté a contestar.
- Y aquí me tiene usted -continuaría Julián desarrollando su bien aprendida historia-. Pidiendo una ayuda a mis antiguos clientes.
- Ya… -dije yo, echando mano de mi cartera y extrayendo de ella un billete de cinco euros.
Julián observó con curiosidad mi actuación.
- ¿Sólo me puede dar esto? -preguntaría entonces con estudiada sorpresa-. Mire que...
i- Lo siento. No puedo permitirme una ayuda mayor -le dije. Estreché una mano que el ni siquiera me tendía y proseguí mi camino.
Con el rabillo del ojo observé que Julián habia detenido el vacilante paseo de otro viandante.

Han pasado casi tres años desde esta historia. Hace escasamente un par de semanas me encontraba otra vez con Julián. A diferencia de la primera ocasión, esta vez fue el presunto ex camarero del Lepanto el que se dirigía a mi encuentro.
- No se si se acuerda de mí... -empezaría de nuevo.
- No, lo siento. No le recuerdo en absoluto –respondí en esta ocasión, le hice un quiebro y me fui hacia la cafetería El Yate, que ya conocía algo más que el Lepanto.

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