Bilbao, 4 de mayo de 2003.
Querida Lorsen:
Te escribo a mi regreso de Arrechea con una sensación agridulce después de este mi primer cumpleaños sin ti. Hasta esta ocasión no he sido consciente de lo que significabas tú en esa casa: Tus cuadros –por cierto, me he traído tus últimos lienzos para ponerlos en Lanzarote-, la colección de fotografías en las que apareces tú o gente de tu familia, tus trazos en la puerta del salón, en la ventana que comunica a este con el comedor... Arrechea era y eres tú de tal manera que esa casa se ha quedado prendida a tu recuerdo para siempre.
Cenamos en el Pyrenées, y les expliqué a Patrick y a madame Arrambide que te habías ido. Por discreción no habían querido preguntar nada.
Me encontré en el Bar Gárate con los hermanos Villalonga al completo: Mariú, Juan, Fernando y Coco. Amenazaron con una visita por la tarde a casa, pero Eloy García no había llegado aún desde Madrid y yo no quería que se me fuera la ocasión de un paseo agradable en un pésame. Creo que lo percibieron muy bien, porque llamaron después –yo ya no estaba en casa- para decir que se les había complicado el día y que nos veríamos en verano.
Me siento bastante alejado de ellos, que no han tenido prácticamente ningún detalle conmigo. Una triste llamada dejada en un contestador, salvo Fina que intentaba hablar conmigo en repetidas ocasiones, hasta que fui yo mismo quien me puse en contacto con ella. Tu marcha me ha dicho muchas cosas respecto de algunas personas, porque tú no te has ido de cualquier manera, y así como ha habido quien ha aprovechado la oportunidad para tender puentes de reconciliación, los hay que no han querido entender nada en absoluto.
Hemos pasado por la Posada, hemos recorrido los paseos que conducen a la Fuente de la Teja, a Roncesvalles, el camino amarillo con final en las Tres Hayas y con vuelta sin más. He hablado con Tellechea –hay gente que le ha hablado de su interés por la casa-, con Javier Escribano –que acompañaba a su madre de paseo, la pobre invadida por el Alzheimer...
Como dijo el infante don Carlos, después de la última de las guerras carlistas: “Volveré”, pero no haré como él, que por fortuna se quedaba fuera de España para siempre. Yo no creo que nadie tiene derecho a que no abra mi casa en agosto –seguramente después de Lanzarote- y a que franquee la entrada a quienes más me convenga. Si tú y yo no fuimos capaces de “estropear” el verano a nadie, tampoco ese “nadie” me lo va a estropear a mí. De modo que tuerto apareceré en Arrechea –quizás con tu hermana Gaby- y con Bècaud para continuar con ese rito anual que interrumpimos en el verano pasado. Siempre pegado a tu recuerdo, mientras que tú sigues descansando en un profundo sueño del que ya no despertarás.
Pilar me ha recibido mal. No quería que le diera siquiera un beso, ni que me quedara con ella. Por lo visto creía que iba a aparecer con mi hermana Teresa... Aún creo que tolera de forma difícil mi presencia unida a tu ausencia. Tengo que reconocerte que no se trata de una visita agradable, que se me hace duro cuando dan las doce y el portero automático suena desde la calle para que baje y me meta en el coche que me conducirá a Cruces. Pilar prefiere ver a otra gente que no sea yo, a esas personas que no le recuerdan necesariamente a ti, aunque vea con naturalidad las fotos en las que tú apareces –conmigo, con ella, con Bècaud-, aunque no asome en ella ningún rictus de dolor en esos momentos. Pilar quiere -¿quién no?- que cualquier día dés por concluido tu largo viaje y toques a la puerta de la UCI. Y yo soy poco más que un recordatorio de ti, de las visitas que hacíamos juntos, de los regalos que tú me hacías a través de ella. Tú, siempre tú, presente y ausente, cercana y distante, alegre y triste, en ese agridulce recuerdo de mi primer cumpleaños sin que nadie me esperara con la ilusión de todos esos 30 de abril, con el periódico listo sobre la mesa de la cocina, el pan fresco y crujiente y algún dibujo-juego que debería por fuerza abrir antes de hacer ninguna otra cosa. Eso no se repite, salvo en el recuerdo de los días que fueron felices, de esos días que a base de repetirlos yo no les daba casi importancia. Creía que tu estarías ahí para siempre y que tu amor por mí se prolongaría hasta el final de mi existencia –siempre había pensado que me sobrevivirías, he cometido demasiados errores a lo largo de mi vida y ese era otro más.
Y aquí me tienes. Escribiendo una carta esta tarde de domingo, poco antes de que me lleve a Bècaud a casa de tu padre, antes de pasar una larga semana más que terminará en un fin de semana en el que Pilar volverá a estar presente –si la campaña electoral me permite la regularidad habitual, en todo caso la visitaré-. Pegado a ti, como una enredadera, pensando en el día de tu cumpleaños, en la flor que te regalaré –por cierto, el jardín de Arrechea estaba plagado de las florecillas amarillas que tanto nos gustaban, traté de cortar algunas en la mañana de ayer, pero aún no habían abierto sus pétalos al sol y no me las pude llevar para ofrecértelas, junto a tus cenizas, hasta que se marchitaran.
Me tienes aquí triste, solo, sin consuelo... Aunque consciente de que hay dos cosas que me atan a este insufrible infierno en que se ha convertido mi vida: Pilar –a pesar, ¡ay!, de sus desplantes- y la libertad para este pedazo de España. De lo contrario, si tú estuvieras en alguna parte, yo ya me habría reunido contigo, aunque fuera en ese sueño final que inevitablemente compartiremos algún día.
48 años y las hojas del calendario persisten en caer. Me faltas de tal manera que no quiero concluir esta carta, aunque no tenga mucho más que contarte. Sólo decirte una vez más que te quiero. Y enviarte un beso de despedida hasta la semana que viene, en la que la monotonía de las gestiones que se acumulan me aportará seguramente un poco más de serenidad.
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1 comentario:
¡Oh Dios! ¿cómo es posible que sin existir compliques tanto la vida y la hagas tan difícil de soportar?. Por éso los que aumentan el dolor ¡no tienen derecho a la vida!.
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