Había llegado unos minutos antes de la hora, como acostumbraba. Y es que Jorge Brassens era eso que se decía impuntual por defecto –a diferencia de los que lo eran por exceso, que invariablemente siempre llegaban tarde-. De modo que le ofrecían una silla frente a la mesa de una secretaria que atendía el despacho de la Ministra Consejera de la Embajada.
- ¿De visita por aquí? –preguntaría ella al responsable político del Partido del Progreso.
- Sí. A ver qué me cuentan ustedes respecto de lo que está pasando en los países árabes –contestó Brassens con vaguedad.
- Yo pienso muchas veces que lo que nos pasa es que hemos puesto nuestra escala de valores en una disposición equivocada –argumentó filosófica la funcionaria.
Jorge la miró desde la profundidad de sus ojos oscuros y asintió.
No quiso decir nada, quizás musitó alguna reflexión inconexa. Pero esa mujer había expuesto toda una tesis filosófica desde sus cortas palabras. Una tesis válida para muchas religiones y para los partidarios de los valores –que también los tienen- que sustentan las posiciones del agnosticismo o del ateísmo: los principios que creen en el ser humano, su dignidad y su libertad por encima de todas las cosas. Unas tesis que se formulan desde el norte al sur y desde el oeste hasta el este y abarcan al conjunto de la humanidad.
Valores de los que hemos hecho holocausto en beneficio de los contravalores que nos hablan de dinero, ambición, poder… siempre que carezcan todos ellos de contrapunto: al dinero, el reparto más equitativo posible de las cargas que debamos soportar y el mantenimiento y consecución del principio de igualdad de oportunidades: a la ambición, el cumplimiento de la ley, sin la cual los medios quedan absolutamente a merced de quien está dispuesto a escalar posiciones sin poner atención en los damnificados que puedan quedar detrás; al poder, en fin, con los controles diseñados por los mecanismos democráticos, que impiden su derivación en las autocracias que nos asolan con frecuencia.
De lo contrario nos encontraremos –como lo estamos, por otra parte- en el mundo de la representación teatral de Dürrenmatt “La avería”, donde al final de obra quien hace de abogado defensor del pobre Traps, manifiesta:
- Si condenamos a este hombre por el solo delito de su ambición, estaríamos llamando al genocidio de toda la humanidad. –Porque, añadimos nosotros, podemos llegar hasta bordear la ley para trepar hasta el punto que deseamos: no hay nada punible en ese acto, quizás, pero muchas veces resulta este plenamente inmoral.
Y la recuperación de los valores y su imbricación más exacta en la escala correspondiente es tarea que nos compete a todos, que debe surgir de la propia base social. Como la de esos jóvenes de los países del Norte de Africa que reclaman su lugar en el reparto: más igualdad en la distribución de los recursos, más participación en las decisiones que les afectan.
Primero el hombre y su dignidad, por lo tanto la libertad. Y de ese principio surgen de manera inmediata esos otros valores que llaman a una sociedad más justa, más democrática, más igualitaria…
Pero nadie quiere oír hablar de eso. Quizás sólo esa señora que desde su sonrisa apacible me llama a las consideraciones que también son las mías.
Aunque, puestos todos de acuerdo y rememorando la frase del viejo Scrooge –no sus actuaciones- economistas, políticos, tertulianos y pensadores de los que vuelan bastante bajo no paren de decirnos:
- ¡Eso son paparruchas. Lo importante es consumir!
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1 comentario:
Si se consigue la paz mundial, yo estaria dispuesto a ser su vicepresidente del gobierno Europeo. ¡De verdad que se lo digo D. Fernando! . :) .
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