Una amiga común me envía la esquela de José Luis Ainsúa, fallecida en su Palencia natal a los 70 años.
Este dato -su edad- indica que éramos de la misma quinta, aunque nuestros orígenes personales y convicciones ideológicas fueron -al menos estas últimas- en la primera fase de nuestra relación muy diferentes, pero -lo he afirmado en privado en muchas ocasiones- creo que existe un efecto de imantación entre la buena gente, lo mismo que lo hay entre quienes no lo son.
Y José Luis era una buena persona. Mi abuela materna me repetía que, cuando era joven, le interesaba la gente atractiva, la guapura; en la madurez, le llamaba la atención la inteligencia; con la vejez era la bondad la cualidad que ella valoraba más.
Y en política, ser buena gente equivale a no ser sectario. En la vida en general ocurre lo mismo, pero en política aún más. Ahora y siempre, pero quizás más en estos momentos de polarización. Aunque el común de los ciudadanos se ubican el centro político, abundan quienes dividen el mundo entre "nosotros" y los "otros" -que en realidad es un “no a otros”-, quienes construyen muros y barrenan los puentes, los que siguen las banderas partidistas dispuestos a inmolarse -siempre de manera figurada, por supuesto- si eso fuera necesario.
La distancia -personal y política- desfigura los contornos de la realidad, como nos advertía Platón en su caverna. Y yo pensaba que José Luis emergía de la lucha obrera antifranquista como un aguerrido combatiente dispuesto a embestir con denuedo contra los fachosos elementos de la derecha españolista. Yo estaba convencido de que el Partido Popular nada tenía en contra de las políticas sociales. Es más, yo las promovía de manera incansable. Ya decía mi bisabuelo, Antonio Maura, que él carecía de conmutador entre el corazón y la inteligencia.
El interlocutor de mis iniciativas sociales en el parlamento vasco en el grupo de Izquierda Unida era, de manera inevitable, José Luis. Y en consecuencia recabaría en no pocas ocasiones su apoyo a mis propuestas. Debo decir que me encontraría con su rechazo en los primeros momentos, quizás como producto de unos prejuicios que ninguna relación tenían con mis planteamientos. Pero poco a poco iría cediendo su resistencia, y el voto, cuando no la firma de su grupo, acompañaban mis sugerencias. Se establecía así un extraño maridaje -una curiosa pareja- que culminaría poco después cuando José Luis nos invitaba, a Anneli, mi mujer, y a mí, a su cumpleaños.
Pensaba yo que a ese festejo acudirían un amplio y variopinto grupo de amigos, en su gran mayoría comunistas. De modo que hacia él acudimos, dispuesto yo a exhibir mi condición de ex directivo de las Juventudes Socialistas, aunque cabía también pensar que era peor el remedio que la enfermedad, y que más valía que acreditara mi condición de principal interpelante parlamentario en materia de políticas sociales y miembro del PP que la de un viejo socialdemócrata -revisionista, por lo tanto-. Pero en la celebración sólo estaríamos los cuatro: Anneli y yo y Conso -la mujer de Jose Luis- y éste. Se trata a de una expresiva señal de hasta qué punto valoraba Ainsúa nuestra reciente amistad.
Serían muchas las oportunidades para el encuentro a partir de entonces. Y amigos los dos, entraríamos en adelante en una misma ecuación. Visitarían ellos nuestra casa de Burguete, participaría él -invitado por mí- al acto constitutivo de lo que después sería UPyD; y cuando fui nombrado coordinador de este partido en el País Vasco, le seleccionaría para ese mismo puesto en Álava. Y no sólo era la política, José Luis organizaría una asociación para reclamar los derechos de los damnificados por la explosión en la calle Gaspar Arroyo de Palencia en el año 2007.
Sería en esa ocasión cuando la capacidad del viejo sindicalista de CCOO brillaría en todo su esplendor. Pasear con él por las calles de su ciudad era imposible sin que a cada paso interrumpieron nuestro camino. Jose Luis me pedía entonces que gestionara con Agustín Ibarrola el logotipo de su asociación, lo que el artista vasco haría con su proverbial generosidad como una contribución gratuita a esa causa.
Pero la enfermedad del cáncer se cernía sobre él, y la distancia geográfica provocaría un desencuentro que me parece que José Luis sintió como una falla en mi compromiso para con él. La vida es lo suficientemente complicada como para atribuir responsabilidades a los hechos. Para eso ya existen los jueces y yo nunca me he atrevido a entrar en esa categoría, tampoco en la de evaluar los excesos y los defectos en la amistad.
Mi última conversación con él fue -así ocurre con frecuencia en los tiempos que corren ahora- por WhatsApp. Sería con ocasión del fallecimiento de otro comunista, Julio Anguita, que José Luis admiraba. Las diferencias entre él y yo se habían abismado ya para entonces de una manera difícil de salvar. Pero la memoria siempre recurre a los momentos más gratos de los vividos. En esos recovecos de mi memoria queda él y su forma se ser. La de una persona buena y la de un político transigente y afable.
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