En el acto que el foro LVL de política exterior que, con la co-esponsorización de la Fundación Transición Española, en la Fundación Botín, con el título Gibraltar como reivindicación histórica de la política de nuestro país, tuvimos la oportunidad de asistir a la magnífica exposición de la profesora de la UNED Rosa Pardo, en la que la referida historiadora nos explicó la política exterior del ministro Castiella durante la dictadura franquista. Parece ocioso destacar que esa España -casposa y pretérita- carecía de medios suficientes para urdir una política exterior digna de tal nombre. Se trataba de una apestada en los foros internacionales -su entrada en la ONU no se produjo hasta el año 1955- y apenas nuestros esfuerzos se concentraban en paliar los problemas de la escasez alimentaria cubiertos por países amigos como ocurría con el flamante justicialismo argentino del general Perón. En éste, más que complicado contexto, el ministro Castiella consiguió generar una serie de acuerdos en los que muchas naciones hispanoamericanas, africanas y árabes secundaron nuestros parámetros descolonizadores de los antiguos territorios españoles con el propósito de recuperar nuestra soberanía sobre el conjunto del territorio español, a través de la reintegración de Gibraltar a España, protegiendo en ese ámbito nuestra presencia en las ciudades de Ceuta y Melilla y la españolidad del archipiélago canario. Y no sólo eso, también la apertura del dossier europeo, que la férrea dictadura convertiría de imposible ejecución.
La buena lógica de la política exterior dicta lo que indicaba Lord Palmerston, sobre los intereses, que son permanentes, en tanto que los amigos no lo son tanto.
Podría aventurarse que, más allá del consenso constitucional, no ha existido una política exterior acordada entre los grandes partidos españoles; y los pactos que condujeron a la aprobación de la Carta Magna de 1978 apenas sí se detuvieron a considerar el ámbito internacional -ni siquiera nuestra adscripción a la alianza atlántica fue convenida por los dos grandes partidos-. La conexión indisoluble entre la idea democrática y la necesaria integración europea sería quizás uno de los escasos vectores que unieron al conjunto de la sociedad y de la representación política española. ¿Y qué decir de las decisiones de los gobiernos de Aznar -apoyo a la guerra en Irak- o de Sánchez -nueva posición sobre el contencioso del Sáhara- en cuanto al consenso parlamentario?
No deja de resultar comprensible que, más allá del “buenismo” que presidió las estrategias de nuestros últimos gobiernos , y que por acción y omisión ha contaminado al conjunto de la política española, no existe un proyecto de país compartido por los representantes democráticos; ni siquiera está claro si España es una sola nación o más bien somos el menguante resultado de una suma -¿resta?- de un conjunto plurinacional -el coordinador general del PP, Elías Bendodo “dixit”.
Sin embargo, si los partidos políticos españoles pretenden que la misma idea de España -cualquiera que ésta sea- disponga de alguna continuidad, la estrategia -no la táctica del corto plazo- de los pactos entre ellos debería constituirse en un elemento esencial de sus preocupaciones. Ya es sabido que existen muchos y diversos adversarios y enemigos de la sola posibilidad de una España fuerte, una idea que les suscita una profunda desconfianza. Precisamente por esa razón hace falta establecer acuerdos en política exterior que vengan presididos por los intereses de España y no por los objetivos pretendidos por terceros países.
La suma de esos deseables pactos parciales determinaría así el esbozo de los intereses que España debería defender en el escenario europeo e internacional. Aunque, todo hay que decirlo, no vivimos buenos tiempos para esta clase de músicas, sometidos -como lo estamos- a un vertiginoso descalabro de lo que me parece la primera y más importante de las preocupaciones de España: preservar su unidad y legarla intacta a las generaciones que nos sucedan.
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