domingo, 18 de febrero de 2024

La revuelta de las clases medias: el estallido del campo

Este comentario podría quizás dar comienzo con las ya célebres primeras palabras del Manifiesto Comunista de febrero de 1848, sólo que variando su expresión final. Diríamos ahora que “un fantasma recorre Europa: el fantasma del campesinado insatisfecho”.


La chispa se encendía en la siempre levantisca ciudadanía francesa que dispone ya de una larga historia de revoluciones y revueltas. No es difícil encontrar antecedentes como el de la Bastilla o los más recientes “chalecos amarillos” a esta que se viene produciendo ahora, como tampoco lo es localizar en la historia de España asonadas y levantamientos militares. Quizás ocurre que las algaradas populares reflejan un nervio ciudadano del que los ruidos de sable carecen, pero en este caso el contagio ha llegado a otros países, y ya son los campesinos belgas, los italianos y los españoles quienes se suman al cortejo protestante, con desigual ímpetu, pero dotados de similares convicciones.


No deja de resultar singular la respuesta del gobierno español que ha despejado el balón con la premura que le es característica, endosando todas las responsabilidades a la Unión Europea y su Consejo, al menos en un primer momento. Se diría que Europa es un ente institucional al que España asiste como convidado de piedra y a cuyas sesiones no debe aportar los intereses nacionales, entre ellos, las preocupaciones de los agricultores y ganaderos españoles.


Existen, desde luego, argumentos más que sobrados para formular la crítica también en este punto al gobierno Sánchez, pero no es éste el motivo de la reflexión que me gustaría hacer. Porque en la explosión del campo anidan componentes de origen social que resulta preciso conocer si lo que se pretende es, además de explorar la epidermis de los acontecimientos, profundizar en las causas del problema y resolver -en alguna medida al menos- la situación creada.


A mi modo de ver lo que expresan estas protestas ha sido convenientemente engrasado por unas instituciones distantes, opacas y burocráticas, instaladas en el Sanctasantorum de Bruselas, y empeñadas en servir dos órdenes de intereses contrapuestos, entre los que se sitúa desde luego el de las gentes del campo, pero también la consecución de una economía abierta que permita mantener a raya las cestas de la compra de los ciudadanos europeos, sin perjuicio de fomentar la posibilidad de desarrollo de terceros países cuya base económica principal es el sector primario. Unos países que, es preciso que no lo olvidemos, inundan nuestras costas y aeropuertos de inmigración ilegal a la que no nos es factible combatir o repatriar, y que genera en ocasiones graves problemas de integración.


Y es que, en la realidad socioeconómica que atravesamos, quizás hoy más que nunca, cada movimiento de ficha en una dirección, una elección determinada, genera dificultades y problemas no deseados en ninguno de los casos. La ecuación “menor globalización” - “precios más bajos” no resulta de una fácil integración.


El sociólogo alemán, Andreas Reckwitz, en su ensayo “The end of ilusions”, se refiere a la fragmentación producida en las clases sociales como consecuencia de la globalización operada desde finales del siglo XX hasta lo que va del XXI. Toda vez que desaparecía el proletariado -“los parias de la tierra”, que decía “La Internacional”- y relegada la aristocracia al baúl de los recuerdos de la historia, en buena medida la composición social quedaría de un modo general situada en el ámbito de las clases medias. Y no es que hayan desaparecido del mapa la gran burguesía o la clase propietaria, pero la estabilidad de los diferentes países occidentales -y con ella, sus diferentes y centradas decisiones electorales- queda alojada en ese cuerpo social intermedio.


Ha sido la globalización el fenómeno que ha roto a esa antaño uniforme mesocracia en dos grupos diferenciados -si no enfrentados en sus hábitos sociales y sus expresiones de voto-. La eclosión de esa vieja clase media que conocíamos en la pasada centuria se ha producido, según Reckwitz, en dos direcciones. Por una parte, ha emergido una “nueva clase media”, profesionalmente preparada, cosmopolita y que sitúa en el centro de sus preocupaciones el fenómeno cultural en su sentido más amplio (por ejemplo, no sólo la lectura o la visita a un museo, sino también los viajes y la gastronomía, pasando, por supuesto por la elección de la educación de sus hijos). Si tuviera que definir en una sola expresión su actitud ante la vida diría que esa “nueva clase media” no tiene miedo al futuro que se le presenta por delante.


Frente -o junto a esta nueva clase emergente- la “clase media antigua” está interpretando las transformaciones sociales en curso como una amenaza a su estatus, no como una oportunidad. Reckwitz utiliza el término “deprivation” para definir la sensación percibida por ellos, y que no siempre traduce realidades objetivas, pero que sí consiste en que ellos entienden que carecen de las cosas o de las condiciones que habitualmente se consideran necesarias para una vida acomodada.


Y esta percepción atemorizada de lo que viene por delante conduce a la “antigua clase media” a abandonar las expresiones templadas de la política. Como asegura Reckwitz “los miembros de esta clase también pueden despertar políticamente, y ello puede tener lugar en el marco de la izquierda neosocialista (como es el caso del movimiento de Jean-Louis Mélenchon, La Francia Insumisa), o también puede conducir a la adhesión al populismo de derechas, que ya cuenta con el apoyo de sectores de esa clase media”.


Trabajadores autónomos, muchos de los componentes del sector social que vive y trabaja en y del campo, los empresarios agrarios observan cómo los precios que les pagan las empresas de distribución por sus productos resultan extremadamente bajos, la política de escalada de salarios mínimos  en la que se encuentra instalado nuestro gobierno social-comunista les exige reducir sus márgenes cuando no a instalarse en la economía sumergida, los trámites exigidos por la burocracia de Bruselas para el cumplimiento de la PAC les obliga a dedicar un tiempo precioso a la administración de sus cuentas, en tanto que las frutas y las verduras extranjeras inundan los mercados que en algún tiempo les pertenecían en exclusiva. Y a ello -“last but not least”- habrá que añadir sin duda la devastadora sequía consecuencia del cambio climático.


La revuelta del campo no sería entonces sino una expresión de las insuficiencias que, mal que nos pese a los liberales, se produce con la misma intensidad que la acaecida a los trabajadores del sector del automóvil en Detroit, que acaban denostando a la vieja política de los demócratas y algunos republicanos, y prefieren a ellos la verborrea del “America First” de Trump. Son gentes con escasa cualificación técnica, desinterés -cuando no edad madura o ausencia de tiempo- por integrarse en el cada vez más complejo mundo de las tecnologías de la información y la comunicación e indiferentes -cuando no opuestos- a esa cultura de la distinción y de la individualidad que cautiva a las “nuevas clases medias”.


La pandemia del Covid’19 no ha sido tampoco ajena a esta percepción diferente de las cosas. La globalización había establecido que la fábrica del mundo estaba en China y que Europa, además de un inmenso parque temático abierto al ocio y al disfrute, se ha convertido en un centro de servicios. No se encontraban respiradores ni mascarillas disponibles y el cierre del tráfico de mercancías convertía en imposible la mera obtención de un recambio para que nuestros vehículos pudieran rodar por las carreteras.


Ha sido preciso advertir, por lo tanto, esta enmienda -si no de totalidad, sí parcial- al sistema generado por la globalización, y con él la necesidad de un nuevo pacto social entre las dos clases que han surgido de la eclosión de las clases medias que hasta ahora conocíamos. Se trata de un acuerdo general entre los ciudadanos, las fuerzas políticas, sociales y económicas que genere un nuevo pacto social en el que no existan los que se quedan irremisiblemente detrás y los que avanzan hacia adelante sin preocuparles la suerte de los “left behind”, pacto que cohesione la sociedad en lugar de destruirla. Una Europa que combine la idea de una sociedad abierta con la de la protección social -al cabo, no es otra cosa el fundamento de nuestro proyecto común europeo.


Con toda seguridad, más allá de las querellas nacionales e intestinas a que nos vienen acostumbrando los debates electorales, éste debiera constituirse en el principal motivo de reflexión para la cita a la que hemos sido llamados el próximo mes de junio.




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