Publicado en el año 2001, en su álbum “Ten new songs”, “a mil besos de profundidad”, la canción constituye una reflexión de Leonard Cohen sobre el amor que se ha ido. Presiden sus estrofas los recuerdos y el pesar que en él evoca su mirada a los hechos que han sido y que ya jamás volverán. Como ocurre casi siempre, la relación pasada permanece en el recuerdo. Por eso, la distancia de los mil besos se simultanea con la profundidad de los mismos, que han horadado al cantante de manera tan fuerte que ya parecen un ancla, un pozo casi infinito en su largura.
Llegaste a mi esta mañana. Y me trataste como si fuera carne -empieza el cantante de una manera bastante salvaje-. Hubo sólo sexo, parece contarnos. Pero no se queja de maltrato. Tendrías que ser un hombre para saber lo bien que sienta, lo dulce que es el erotismo que produce.
El “manoseo” al que se ve sometido se diría que pone en evidencia un cierto cambio de roles: es ella la que ha actuado como lo hacen los hombres, y él se deja hacer y disfruta con el juego. ¿Quién, si no fueras tú, me podría conducir hasta los mil besos de profundidad?
Y continúa Cohen desarrollando este argumento en la segunda estrofa. Eres mi gemela idéntica, mi familiar más cercano -admite-, para explicar que la comunicación entre los amantes es total. Te reconocería en mis sueños, fijada en sus recuerdos a pesar de la evanescencia que tienen éstos.
Te amé cuando te abriste como lo hace una flor con el sol, nos informa Cohen en la siguiente estrofa. Pero él no es el calor, sólo un muñeco de nieve que permanece de pie bajo la lluvia y el aguanieve. Se diría que es un hombre-objeto.
Completa el poeta esta idea a continuación: Ese hombre que te amó con su gélido amor, con su físico de segunda mano… pero con todo lo que es y lo que fue. A mil besos de profundidad.
Cohen mantiene su condición de fragilidad, tan lejana a los estereotipos viriles. Entregado, disponible, aunque, si lo tuvieran que poner en venta, sólo sería un instrumento gastado. Retorna entonces la constante de la vejez, tan cercana a sus letras. Pero es él, con su historia a cuestas y con su realidad actual, cualquiera que ésta sea.
No se corresponde su entrega con el comportamiento de ella, que sin embargo no significa desconocimiento de su amor. Porque el autor ya sabía que ella tuvo que mentirle, engañarle incluso, para aparecer ante él ardiente y exaltada, oculta “tras de un velo de total falsedad”.
Aquí parece concluir el cambio de roles. Ella ya no es la que parecía ser, sino otra mujer distinta. Y la describe, a continuación, como “nuestra perfecta aristócrata porno, tan elegante como barata…” Cohen ha descubierto ya su misterio, entre lo elevado y lo soez. Lo sabe, pero confiesa que, a pesar de su vejez, le gusta, a mil besos de profundidad. Y también nos cuenta que no es solamente suya, es “nuestra”, pertenece por lo tanto a todo un conjunto de hombres…
El autor se confiesa bueno, tanto para amar como para odiar. Aunque en la mitad de entre esos dos mundos sienta un frío congelador. Había un tiempo en el que se entregaba a esas sensaciones, pero ahora es ya muy tarde, al menos existen varios años de retraso. Y es la vejez la que asalta de nuevo al poeta.
Pese a todo, le dice que la ve bien, se pondría incluso de rodillas… a mil besos de profundidad. Tanto que el poeta percibe lo adorable que resulta ella en la calle. Pero se ha marchado.
La vejez se ha hecho también cuerpo sobre ella. “El otoño ha recorrido tu piel. Pero esa estación del año le ha metido algo en el ojo, una luz que no necesita vivir, pero tampoco reclama la muerte.
Es ésta última una estrofa enigmática, sin duda, que apenas aclara en la siguiente. En todo caso, esa luz, constituye un dilema en el libro del amor, que es oscuro y está pasado de moda, pero que ahora se manifiesta en tiempo y sangre, a mil besos de profundidad.
Todo se ve rodeado, en los dos amantes, por la decrepitud. Pero Cohen -afirma- se aviene con el vino, y aún baila mejilla contra mejilla (“cheek to cheek”). Y a pesar de que la banda toca el “Auld Lang Syne” (“por los viejos tiempos”, canción con la que los países anglosajones reciben el nuevo año), el corazón no quiere batirse en retirada. La vida sigue viva por la voluntad de la mente, la lucha por la existencia nos mantiene en situación de alerta.
Y nos relata Cohen su regreso a los asuntos cotidianos, a Diz y a Ray -sus mascotas- con las que corre y canta, y aunque nunca se dejaron cepillar, al menos una o dos veces le dejan representar a mil besos de profundidad. Y nos imaginamos al compositor tarareando sus canciones en medio de la algarabía ladradora y disconforme de sus perros.
Está viejo -nos repite- y no es más que un muñeco de nieve, en tanto que ella se abre como una flor ante la fuerza del calor. Pero no hace falta que ella le escuche, porque, de alguna manera, cualquier cosa que él diga va en su contra… a mil besos de profundidad.
Existe, desde luego, también este poema que en ocasiones Leonard Cohen recitaba más que cantaba -no otra cosa sería su álbum último, rescatado por su hijo Adam- una reflexión sobre la permanencia del amor, al menos en la fuerza que emerge del recuerdo.
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