Con el título, “¿Importa mucho la política?”, José María Ruiz Soroa -cuyos acertados juicios siempre he valorado- publicaba en el diario “El Mundo”, el pasado 9 de agosto un artículo al que me referiré en este comentario.
Comienza concretando el autor la pregunta de si merece la pena la pasión que algunos sienten -sentimos, yo mismo me incluyo- por la política, por lo “limitado en su valor y sus efectos”.
Este primer inciso del articulista tiene su interés. Manifiesta Ruiz Soroa el reducido “valor” de la política, una expresión que nos conduce sin demasiada dificultad a una de las expresiones ya clásicas de Oscar Wilde que, en su “abanico de lady Windermere”, hacía decir a su protagonista: “Hoy en día, la gente conoce el precio de todo pero el valor de nada”.
He dedicado muchos años a la política, y sin menosprecio de ninguno de los que a ella han entregado buena parte de su vida, creo haber conocido el “valor” que en ésta se contiene, especialmente cuando se toma como entiendo que se debe tomar: una misión, tan importante además como lo es el servicio a la sociedad. En cuanto al precio de la misma, tiene también su importancia, porque está compuesto de la sangre de quienes han entregado su vida a esas ideas, o a las renuncias de todo tipo, al sufrimiento personal, de tu familia más directa... Habrá otros que confunden valor y precio y consideran que la política es un instrumento válido para la riqueza o el medro personal. Ya supongo que el autor del artículo comentado no descalifica a la política y a los políticos en el sentido que acabo de proponer, pero considero necesaria esta puntualización.
Continúa después Ruiz Soroa estableciendo una distancia entre los políticos “cuya principal ocupación es precisamente la de intentar convencernos al resto de los mortales de que ellos son imprescindibles”… partiendo entonces -supongo- de la concepción de que la política la ejercen solamente unos cuantos, y que existe una frontera divisoria entre la política y la sociedad. Ya desde Aristóteles, el hombre es un «animal político» o «animal cívico» -‘zoon politikon’-, de modo que esa distinción, toda vez que existe, entre políticos y política, es preciso, a mi modesto entender, criticarla, y reclamar a los ciudadanos que se comporten como tales, de modo que no reduzcan la dimensión de su ciudadanía al mero ejercicio del voto. Relegar, por cierto, como hace el autor, a Aristóteles a modelos pasados del ejercicio de la cosa pública, no debería de ningún modo reducirlo al ostracismo.
Del hecho de que algunos consideremos el ejercicio de la política como una “misión”, o como un servicio público, no se desprende necesariamente que pensemos -al menos no el que firma estas líneas- que la política lo puede todo, en contra de la frase -atribuida a Dicey- según la cual “el parlamento británico puede hacer cualquier cosa, salvo convertir a una mujer en hombre y viceversa” (por cierto, Albert Venn Dicey no sabía aún de las actuales “leyes trans” que han resuelto esta imposibilidad).
Tampoco debe colegirse de esta actitud que el paradigma de la política sea el “estado moderno”, o el “estado Leviatán” que afirmaba Hobbes. Por cierto, no conviene confundir al estado que preconizaba el citado filósofo británico con los estados que, como consecuencia del avance de las ideas sociales y de las aportaciones de conservadores, primero, aún de liberales, después, y de socialistas, más tarde, han construido el estado del bienestar, tratando de proclamar el principio igualitario de las oportunidades para todos los ciudadanos.
Por lo mismo, el autor parece minusvalorar la reclamación que políticos y pensadores han formulado en el sentido de que los ciudadanos deberían implicarse más en las cuestiones que nos afectan a todos, más allá de su participación electoral. Establecer una frontera entre el espacio privado y el público, de modo que sólo puede franquearse los domingos en los que se celebran comicios constituye un reduccionismo de la actividad de la persona en la democracia que estoy convencido de que el autor ni siquiera desea.
Estoy, eso sí, de acuerdo con Ruiz Soroa, en que no supone objetivo de los gobiernos conseguir la felicidad de los ciudadanos. Eso decía nuestra Constitución de 1812, que a fuer de voluntarista y avanzada quedaría atrapada por su propia irrealidad. ¿La felicidad?, podríamos decir, la consiguen o la pierden los propios hombres, no hacen falta actores secundarios en esa obra.
En lo que no puedo estar de acuerdo con el citado autor -que se reclama liberal, buena prueba de la polisemia que admite esta ideología- es con su afirmación, según la cual “la política acepta en lo esencial la idea (…) de que la democracia liberal es un sistema diseñado para poder funcionar razonablemente bien con una implicación mínima de la ciudadanía, cuya competencia e interés político suelen ser bajísimos. Y esto no es un defecto. Es más, pone en duda el que deba atribuirse mayor valor moral al ciudadano interesado y participativo en la política que al dedicado a sus actividades privadas (…)”
La tesis de Soroa nos conduce seguramente a un final que no será el pretendido por él mismo, un país de democracia residual donde el último y único instrumento del ciudadano consiste en ejercer su derecho al voto (recordemos que existen sistemas electorales, el de Chile, por ejemplo, que también lo consideran un deber; la misma ley electoral de don Antonio Maura, aprobada en su “Gobierno Largo” prescribía la obligatoriedad del sufragio).
No reclamo necesariamente la implicación del ciudadano en la política, que se afilie a un partido o a un sindicato. Sólo creo que los españoles deberíamos dedicar una parte del tiempo libre de que disponemos a cualquiera de las tareas sociales que están desplegadas a lo largo de nuestro territorio, y aún en otros países. Y quien no disponga en absoluto de tiempo, podría al menos apoyar el trabajo de otros (oenegés, por ejemplo) que contribuyen también a la mejora de las condiciones de vida de las gentes. No otra cosa se produce en los países anglosajones, cuyos ciudadanos son conscientes de su relevante papel en la sociedad, más allá del cultivo de sus intereses personales y familiares.
Podría recordarse, en este sentido, una propuesta que se hizo en los años 20 del pasado siglo, sugiriendo que el derecho al voto tuviera como correlato algún gesto, cualquiera, que denotara la preocupación social de los ciudadanos. Por supuesto que no estoy aludiendo a esta posibilidad, irrealizable en estos tiempos, muy lejos de la democracia censitaria y alejada también de cualquier obstrucción al derecho pasivo de sufragio, que quizás, en los tiempos posteriores a la Primera Guerra Mundial, a la crisis de las democracias liberales y al ascenso de los movimientos totalitarios, resultara hasta cierto punto comprensible. Pero sí que estoy convencido -al contrario de lo que afirma Ruiz Soroa de que la participación ciudadana constituye un aditamento, un plus, que no se debe menospreciar, más bien, sugerir e, incluso, reclamar y potenciar. Sin por ello retornar a propuestas que dejen de lado el derecho al voto sin restricciones que no provengan de decisiones judiciales.
En resumen, la llamada a una cierta conformidad ante la política que expresa el autor nos conduce a aceptar como inevitable algo que, en la misma esencia de la democracia, es evitable: que seamos mal gobernados, que las promesas electorales sean permanentemente olvidadas e incumplidas, que el entusiasmo por el cambio y la reforma ceda ante la constatación de que, al fin y al cabo, “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, aunque tampoco eso sea cierto.
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